martes, 9 de marzo de 2010

"I'm Not There". Bob Dylan nunca estuvo ahí


Jude / Bob Dylan (Cate Blanchet) y Allen Ginsberg (David Cross) en I'm Not There 


Dylan en el caleidoscopio

Desde los primeros instantes de I’m Not There, cuando la cámara reemplaza a Bob Dylan caminando hacia el escenario, el magnífico film de Todd Haynes toma por propósito inmiscuirnos en el caos y la genialidad que palpitan bajo la piel de Robert Zimmerman. Más allá del excelente empleo de la música para puntuar los significados sumergidos de cada tema (algunos como Positively 4th Street, Ballad of a Thin Man, Moonshiner y Blind Willie McTell recuperan su sentido preciso en yuxtaposición con las imágenes), I’m Not There en realidad no trata en ningún momento de ahondar en el proceso creativo del artista, sino en su pesquisa de una identidad abstracta, elusiva y camaleónica. Es decir, en las máscaras que Dylan ha ido colocándose a lo largo de su carrera para que no viéramos a Zimmerman. Bien como el impostor de Woody Guthrie (Marcus Carl Franklin) o el espíritu reencarnado de Arthur Rimbaud (Ben Whishaw), bien como profeta, trovador y predicador del alma (Christian Bale), como outlaw solitario (Richard Gere), marido imposible o estrella mediática (Heath Ledger), la identidad inaprensible del artista es el gran tema dylaniano y por tanto el núcleo del film de Haynes, un versado dylanófilo. Con buen criterio, el objetivo que se propone Haynes no pasa por simplificar esa complejidad y retratar la vida y milagros del “hombre detrás de su música”, sino por ponerla en evidencia tomando la forma de un criptograma audiovisual con imágenes que recrean, reescriben, reinventan, comentan o remiten a otras imágenes firmemente ancladas en el imaginario visual dylaniano.

Las máscaras de Dylan. De izqda. a dcha. y de arriba abajo: Woody / Chaplin (Marcus Carl Franklin); Arthur Rimbaud (Ben Whislaw); Jude (Cate Blanchett); Billy (Richard Gere); Jack / John (Christian Bale); Robbie (Heath Ledger) 
Pionero ejemplar de la cultura moderna y el universo pop, Dylan ha forjado su leyenda tanto con su obra como con su imagen. “El cine debe detener el tiempo”, dijo en una ocasión, hermanando así su vertiente cinematográfica con su gran aspiración como artista, que no es otra que la promesa de la eternidad. Una de las primeras imágenes en movimiento que se conoce de Dylan nos traslada a sus días de bohemia en el Greenwich Village neoyorquino. Como un gato callejero o un ángel caído, un imberbe de mirada hambrienta desciende desde la parte superior del plano a una calle donde descansa una guitarra en su funda. Martin Scorsese “sacraliza” ese momento en su canónico documental Bob Dylan: No Direction Home (2005). El magnetismo que ha ejercido su aspecto fue, de hecho, antes que su música, el motivo por el cual D. A. Pennebaker aceptó la propuesta de seguir a Dylan durante su gira británica en 1965. De aquella primavera saldría una de las piezas fundacionales del Direct Cinema, Dont Look Back, retrato del joven artista que ha ejercido una enorme influencia desde entonces, y en cuyo arranque musical con Subterranean Homesick Blues quedó determinado el nacimiento del video-clip bajo la bendición de Allen Ginsberg. Dylan se lanzó poco después a su primera tentativa tras la cámara. Filmada con el mismo “equipo Pennebaker” de Dont Look Back, al que Dylan bautizó como ‘The Eye’ –“fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera, siempre los tenía en mis talones”–, Eat The Document es la respuesta de Dylan a la cadena ABC cuando le dio carta blanca para grabar su gira europea de 1966. “Si quieren la verdad, la tendrán”, pensó Dylan, y el film arranca presentando sus credenciales: un plano bastante obvio de que Bob Dylan y Richard Manuel acaban de esnifar cocaína encima de un piano. Como si fuera el positivado en color de Dont Look Back, el film es un arrebato de cortes y de imágenes de la gira en un montaje tan convulso como el período que retrata, cuya estructura aparentemente anárquica y su molde abstracto merecen un lugar nada desdeñable en la tradición del underground experimental norteamericano. Además de abrirnos la puerta al asiento trasero de un coche que pasea por las calles del swinging London con John Lennon manteniendo la compostura frente a un Bob Dylan desfallecido.

Bob Dylan como Renaldo en Renaldo y Clara (1978), de Bob Dylan

Pero la traducción en imágenes de su visión musical, única para ensamblar sin fricción lo narrativo y lo conceptual, quedará perfectamente ilustrada en su monumental experiencia cinematográfica Renaldo y Clara (1978). Película semiimprovisada a lo largo de la multitudinaria gira Rolling Thunder Review, en ella Dylan da rienda suelta a su lado más bohemio en un recorrido por Estados Unidos con una troupe de amigos entre los que se cuentan Allen Ginsberg, Joan Baez y Sam Shepard, a quien invitó a la fiesta para escribir el guión del film. Tomando como único punto de partida las dos películas preferidas de Dylan (Les Enfants du Paradis, de Marcel Carné y Tirad sobre el pianista, de François Truffaut), Renaldo y Clara avanza debatiéndose entre la ficción y el documental, con un Dylan interpretado por el sosias Ronnie Hawkins mientras él se oculta bajo la máscara de Renaldo y se confronta a sí mismo con su mujer Sara Lownds y su amante Joan Baez, encarnadas en I’m Not There por Charlotte Gainsbourgh y Julianne Moore respectivamente. “Esto se está convirtiendo o bien en el peor melodrama del mundo o en la mejor confesión cara a cara que se ha filmado nunca”, escribió Shepard en su diario de aquella gira y aquella película. Entre la comedia dell’arte y el western musical, excesiva, abstrusa, circense, fascinante, engorrosa, pero absolutamente honesta, el montaje inicial de cuatro horas de Renaldo y Clara, un absoluto fracaso comercial, ha adquirido tintes de culto cinematográfico que, junto a Eat the Document, se cuenta entre las rarezas fílmicas más deseadas del universo rock.

Billy the Kid (Kris Kristofferson) y Alias (Bob Dylan) en Pat Garret & Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah

En su papel de Alias para el western de Sam Peckinpah Pat Garret and Billy the Kid (1973), Bob Dylan ya había configurado algo de la estética Renaldo. “¿Cómo te llamas?”, le pregunta Garret/Coburn en un momento de esta insuperable elegía al viejo Oeste americano. “Esa es una buena pregunta”, contesta Alias/Dylan. Y es que la identidad dylaniana ha sido la gran pesquisa de todo aquel que se ha enfrentado al estudio de su poliédrica obra. Sobre esa identidad múltiple y fragmentada, que apuesta “por la refracción más que por la condensación”, como escribió Todd Haynes a Dylan en su carta de presentación, se estructura I’m Not There. Y es que cuesta pensar que el mismo Dylan que puso música y rostro a la obra maestra de Peckinpah también lo hiciera quince años después en Hearts of Fire (1987), un producto sonrojantemente ochentero dirigido por Richard Marquand en el compartió plano con Fionna y Ruppert Everett. Su interés a día de hoy (si es que alguien puede encontrar la película) puede hallarse en el juego de espejos que propone, con Dylan colocándose en la curtida piel de una estrella del rock retirada que se ve a sí mismo en el famoso concierto de Bangladesh, la película auspiciada por George Harrison cuya intepretación de Dylan (su regreso a los escenarios tras el accidente de moto con el que abre Todd Haynes su film) compite en intensidad y magnetismo con la registrada por Scorsese en el imprescindible El último Vals (1978), donde según Robert Robertson aparecía sobre el escenario como “un Jesucristo con sombrero blanco”.

Bob Dylan es Jack Fate en Masked & Anonymous (2003), de Larry Charles


Dylan también interpretaría a una vieja gloria musical, sarcástica y enmudecida, en la inclasificable Masked and Anonymous (2003), una excentricidad escrita por el propio Bob Dylan y por Larry Charles, director de la cinta. Dylan se parapeta bajo el seudónimo Sergei Petrov (un actor del cine mudo), mientras Charles, viejo guionista de Seinfield, lo hace bajo el falso nombre de Rene Fontaine. El guiño al bizarro destino que Dylan introduce en el film queda inscrito en el nombre de su personaje, Jack Fate, quien al arrancar la historia es liberado de una mugrienta cárcel de un simbólica república bananera para encabezar el cartel de un concierto benéfico organizado por una viperina promotora (Jessica Lange) y un conspicuo y sudoroso manager (Johnnie Goodman). Aparte de varias interpretaciones intensas y radiantes (de Dixie, de Cold Irons Bond), esta fábula sobre la mística de Dylan le permite organizar el enésimo enmascaramiento de su leyenda, especialmente en una estrafalaria escena en la que el músico se retrata a sí mismo como una estatua silente ante las preguntas del agresivo periodista Jeff Bridges. A pesar de su cultivado misticismo, de la disparatada relación con la prensa que ha mantenido a lo largo de su carrera (véanse la entrevista con el periodista de Time incluida en el Dont Look Back o la memorable rueda de prensa en San Francisco, 3.12.1965, que Cate Blanchett estudió a fondo para componer su avatar de Dylan en I’m Not There) por entonces Martin Scorsese sí logró arrancarle cuatro palabras para Bob Dylan: No Direction Home (2003), película que viene a legitimar la condición de Dylan como héroe popular americano. Dylan concedió una entrevista de diez horas para el cineasta (aunque en realidad se la dio a Jef Rosen, su manager y productor de la película) en la que se prestó a rememorar los explosivos inicios de su carrera, entre ellos el mítico grito de ¡Judas! en el concierto de Manchester, un hasta entonces inédito documento videográfico que, para sorpresa de todos, se saca Scorsese de la chistera. Sin embargo, las respuestas y relatos de Dylan en la sesión de entrevistas no iban desde luego encaminadas a destruir el mito, sino a imprimir una vez más la leyenda.


lunes, 1 de marzo de 2010

Lost. 5ª Temporada



Variables en la ecuación del tiempo


If all time is eternally present

All time is unredeemable

T. S Elliot


Willie Nelson canta Shotgun Willie y la aguja sobre el vinilo salta repentinamente hacia atrás al final de la primera estrofa. Un disco rallado. La canción se enreda en un bucle de espacio-tiempo que no parece detenerse, una y otra vez el mismo fragmento –“Well you can’t make a record…–, suspendiendo y retorciendo la continuidad temporal. No es mala metonimia con la que arrancar la quinta temporada de Perdidos. Con mayor determinismo que en los cuatro años anteriores, ahora es cuando, de forma plena, el dispositivo formal toma conciencia de ser la verdadera sustancia dramática de la serie.

Se produce en esta quinta temporada una mutación trascendente en la estructura. Los flashbacks y los flashforwards dejan de ser experiencias exclusivas del televidente. La intrincada mecánica argumental ha reclamado de él la recomposición de un puzzle que pueda dar forma (sentido) al rocambolesco destino de los náufragos y habitantes de la isla. Pero en esta quinta temporada, la mejor hasta el momento –la más vibrante, compleja y ambiciosa; la más equilibrada en términos de acción y exposición argumental–, serán no sólo los espectadores, sino también los personajes, condenados a vagar entre el arquetipo y el individuo, quienes experimentarán en sus huesos esos saltos continuados en el tiempo, quienes deberán recomponer las fragmentos de sus propias vidas y adaptarse a nuevas paradojas temporales. Seguirán persiguiendo sus sombras por el limbo verde.

Todos ellos –Sawyer, Jack, Hurley, Said, Kate, Juliet, Jin, Sun, Ben, Locke, Desmond…–, aunque el nuevo paradigma espacio-temporal que han activado los acontecimientos del final de la cuarta temporada les obligue a transitar por distintas dimensiones en el tiempo (en 1977, unos; en 2007, otros), se saben piezas desarticuladas de un destino que se les escapa, de un todo que aún no pueden vislumbrar con claridad. El único que quizá pueda hacerlo es el científico Daniel Farraday, cuya relevancia se hará crucial en esta quinta temporada (de ahí que el prólogo del primer capítulo termine con su rostro surgiendo de las sombras… treinta años atrás de cuando le vimos por última vez). En un momento dado, Farraday dice a sus compañeros: “Todos somos variables en la ecuación del tiempo”.

Pasado, presente y futuro aconteciendo simultáneamente. ¿No es eso lo que nos ha estado diciendo Perdidos desde su propia estructura argumental? Quizá haya tantas formas de “experimentar” la serie como las permutaciones posibles en el orden de sus 99 episodios, los que suman hasta el final de la quinta temporada. Esto convertiría Perdidos en una suerte de “rayuela” catódica, en la que J. J. Abrams, al igual que hiciera Julio Cortázar con su novela, dejara al libre albedrío del lector/espectador organizar el orden de visión/lectura de sus capítulos, una suerte hipertextos que podrían acabar enredados en un bucle infinito entre “el lado de acá y el lado de allá”, como un disco rallado. Pero por muy interesante que pueda resultar este ejercicio de adulteración narrativa (que convertiría los cliff-hangers en meras patrañas), se revelaría totalmente infructuoso. La lógica interna de Perdidos se muestra capítulo a capítulo como si fueran las piedras del mosaico (espacial) y las capas de la cebolla (temporal) de un destino irrenunciable.

En el segundo episodio de esta temporada, Hurley expone a su madre la perfecta y delirante sinopsis de lo que hemos visto hasta ahora[1]. Toda la cronología de los hechos se revela en su frívolo resumen de Perdidos como un relato bajo el gobierno de la arbitrariedad argumental. Pero el espectador ya sabe por entonces que los guionistas de Perdidos no juegan a los dados con sus personajes. Toda imagen lleva a la siguiente y las palabras se contradicen tanto como se fortalecen entre sí. Todo lo que acontece no cesa de obedecer a un régimen predeterminado, un plan maestro que, como una ventana empañada, va mostrando poco a poco qué hay al otro lado del cristal. El capítulo Follow the Leader de esta quinta temporada muestra hasta qué punto una escena que parecía banal varios episodios atrás –en la que Richard se topaba con un Locke malherido y actuaba como un mensajero del futuro– se reviste entonces de un sentido determinante que ni siquiera habíamos sospechado.

Lo extraordinario de la quinta temporada es que, finalmente, el verdadero deus ex machina de la serie –el bíblico Jacob– empieza a tomar forma corpórea. Nunca antes había emergido el factotum de la serie con claridad tan manifiesta como en el prólogo del último capítulo, The Incident, que abrirá una nueva puerta de percepción al entramado narrativo. Hemos tenido la ocasión, en los capítulos precedentes, de recorrer fugazmente las distintas edades de la isla y de algunos de sus habitantes clave. Y hemos comprobado que existe al menos un hombre cuyo aspecto no ha variado desde la más remota Antigüedad, pasando por 1954 y por los años ochenta, hasta hacer parada simultánea en dos dimensiones temporales de algún modo condenadas a colisionar entre sí: 1977 y 2007, los esperanzados tiempos hippies de la iniciativa Dharma y el liderazgo de un ambivalente John Locke. La polisemia del artefacto argumental, con una mitología que no deja de expandirse y de intelectualizarse (a la manera de la literatura de Tolkien o de Lewis Carroll), acepta con naturalidad el intricado laberinto de referentes espirituales en una pugna final por la fe o la ciencia, la vida y la muerte. “A su manera este libro es muchos libros”, explicaba Cortázar en las primera líneas de su novela total. Perdidos, la serie total de J. J Abrams, también es a su manera muchas series.

Si aceptamos como premisa que Twin Peaks vendría a ser el Ciudadano Kane de la televisión al destrozar la causalidad narrativa y entregarla a las llamas del subconsciente; aceptemos que Perdidos bien podría hacer las veces de El año pasado en Marienbad, el dispositivo que rompe definitivamente las cadenas de la ficción televisiva, cuando los mecanismos de la memoria y las fugas de la percepción quebrantan toda ley conocida. La sensación es que cualquier cosa puede ocurrir y parecer verosímil (aunque no necesariamente aceptable) en la maraña de espejos. Esa es la sustancia adictiva de Perdidos: que toda resolución a un misterio anida otro enigma. La gran pregunta que nos plantea esta penúltima temporada es tan sencilla como indescifrable: “¿Se puede cambiar el pasado para transformar el presente?”. En verdad tendremos que esperar al capítulo 100 (el primero de la sexta temporada) para obtener algo parecido a una respuesta.



[1] Hugo ‘Hurley’ Reyes: “Tuvimos el accidente pero fue en una isla de locura,
 esperamos el rescate y el rescate no llegó.
 Había un monstruo de humo,
 además de otras personas en la isla… los llamábamos “Los Otros” y comenzaron a atacarnos,
 y encontramos unas escotillas y había un botón
 que tenías que pulsar cada 108 minutos o…
 Bueno, realmente no tengo muy claro eso.
 Pero… “Los Otros” no tenían nada que ver con las escotillas.
 Eso fue por la Iniciativa Dharma,
 pero estaban todos muertos. “Los Otros” los mataron e intentaban matarnos a nosotros. 
Y luego trabajamos en colaboración con “Los Otros” porque gente peor vino en un carguero,
 que el padre de la novia de Desmond envió para matarnos. 
Así que robamos el helicóptero y volamos al carguero,
 pero éste explotó 
y no pudimos regresar a la isla porque desapareció 
y caímos en el océano.
 Flotamos por un tiempo hasta que llegó un barco y nos recogió. 
Pero entonces éramos seis. 
El resto de la gente aún sigue en esa isla”. (The Lie. Episodio 2, Temporada 5)