Perversiones infantiles
Es un tópico decirlo, pero frente a una propuesta tan radical como Anticristo, el término medio (la indiferencia) no debería encontrar cabida. Está fuera de toda lógica debatir si es una buena o una mala película, si es recomendable o no lo es, si nos ha gustado o no. También los juicios éticos carecen de relevancia desde el momento en que Lars von Trier se propone deliberadamente rasgar la mirada del espectador y agredir su sensibilidad. El objetivo del film no es complacer el gusto o la moral, sino provocar reacciones, y entre ellas el rechazo es tan válido como la fascinada conmoción. Digamos que el director de Rompiendo las olas (1996), Dancer in the Dark (2000) y Dogville (2003) lleva a un nuevo límite los placeres por el sadismo y la misoginia ya familiares en su filmografía, y que, en una penúltima vuelta de tuerca, Anticristo ya no se conforma con postularse como una suerte de film-ensayo sobre los límites de la tortura (mental y física) en la pantalla, sino que directamente trata de ejercer esa violencia sobre nuestros sentidos. Una violencia, digámoslo ya, tremendamente explícita y sediciosa, cuya intensidad va mostrándose en imparable crescendo, pero que no necesariamente significa que sea realista. Del mismo modo que no es realista la violencia de Tom y Jerry. Al fin y al cabo, los dos únicos personajes del film, Él y Ella –capítulo aparte merecería la pasmosa entrega de los actores, de sus cuerpos y sus mentes–, no se distinguen tanto de aquellos animalitos animados que se persiguen y maltratan irracionalmente en un eterno bucle de amor y odio.
Dice Von Trier que el argumento (o como queramos llamarlo) de Anticristo nace de un profundo estado de depresión, de un agujero tan negro como el que devora al personaje sin nombre interpretado por Charlotte Gainsbourgh, de modo que la película también debe entenderse como una experiencia cinemática de apetitos catárticos y utilidad terapéutica. De hecho, ahí reside el detonante narrativo de Anticristo, de cómo un psiquiatra (Willem Dafoe) decide enfrentar a su mujer al corazón de sus miedos para sacarla de la catatonia emocional en la que está instalada desde que un trágico accidente –representado en un memorable prólogo que se cuenta entre lo más fascinante que haya filmado nunca Von Trier– diera un vuelco a sus vidas. El escenario para la curación será una cabaña en un bosque llamada Edén, un lugar aparentemente idílico en el que la mujer trabajó un año atrás en una tesis sobre el Ginocidio (la persecución de brujas) y la naturaleza maligna del eterno femenino. Dado el modo en que esta cruel “terapia de choque” se revuelve contra las intenciones del psiquiatra, introduciendo un hedor satánico que evoluciona a hipertrofia sensorial, es difícil tomarse Anticristo como un viaje de exorcismo que surge de la absoluta honestidad (no sólo emocional, sino cinematográfica) por parte del cineasta, máxime conociendo su experiencia televisiva Kingdom (1994-1997), claro precedente de esta nueva aproximación del danés al género del terror.
Como en la brillante serie (un radical ejercicio de libertad creativa), en determinado momento claramente identificable, la narración de Anticristo decide dar paso a otra dimensión perceptiva, a un “reino del caos” que no sólo anuncia el título de uno de los seis capítulos del film, sino la voz de un zorro parlanchín (sic) dirigiéndose a cámara. La arbitrariedad infantil toma el mando. La maestría del autor de El jefe de todo esto (2006) no ha decaído un ápice a la hora de manipular emociones y expectativas –los insertos bizarros, la imágenes deformadas, los sueños perversos, los estados de alucinación y el ruido visual y sonoro se emplean con gran eficacia–, así como de acercarse a los géneros cinematográficos desde una visión, perdonen la paradoja, analíticamente espontánea. En Anticristo se dan cita desde el Teatro de la Crueldad de Artaud a Amenaza en la sombra de Nicolas Roeg y las atmósferas tarkovskianas (si bien la dedicatoria al cineasta ruso al final del film se suma a su lista de ofensas conscientes) pasando por una evidente simbología bíblica que presta a la película a interpretaciones de todo tipo, aunque la más extendida es que se trata de la versión perversa del pasaje del Génesis en el que Adán y Eva son expulsados del Paraíso y Satán se hace dueño del mundo bajo el cuerpo de la mujer.
Desde su voluntad detonadora y su ambición formal, Anticristo bien puede considerarse un acto de subversión y provocación artística cuyo éxito debería medirse por su capacidad de perturbación sensorial, pues manifiestamente quiere colocarse a la altura de las grandes conquistas del cine-límite, aquellas cuyas conmociones siempre han abierto nuevas ventanas creativas. Podemos intuir en Lars Von Trier, posiblemente el gran impostor del cine contemporáneo (un embaucador en todo caso de profuso talento), la misma sonrisa diabólica con la que Buñuel filmó El perro andaluz, Kubrick hizo La naranja mecánica o Haneke realizó su primer Funny Games. Incluso hay en el film una sed de ruptura y perversión que podría recordarnos al Rimbaud que escupió sobre la belleza, como si quisiera establecer una nueva tensión en la naturaleza de las imágenes de consumo, lanzarlas a una estratosfera desconocida, si bien cabe preguntarse cuándo no hemos detectado esa pretensión frente a alguna película del danés. No podemos aventurar qué oleajes provocará el escupitajo que ahora ha lanzado a las aguas del cine contemporáneo, si su perversión creará escuela o perecerá en el ridículo; lo único que podemos hacer, al menos aquellos a quienes las trastornadas imágenes de Anticristo no han logrado, con toda su grotesca evidencia, dejar ningún poso, es desviarla al rincón del olvido. Y es que, en esta ocasión, la búsqueda creativa de Lars von Trier se revela tan estéril como superflua.