viernes, 21 de junio de 2013

James Gandolfini (18.9.1961 - 19.6.2013)


El hombre que no pudo ser Kevin Finnerty


"Tony Soprano no va a morir. No sé de qué habla todo el mundo"
A. J. Soprano ("Join the Club", Los Soprano)

Le conocían tan bien que hasta clavaban sus sueños. Es increíble lo buenos que eran los guionistas de Los Soprano para imaginar el mundo onírico de Tony. En los extraordinarios segundo y tercer episodio de la última temporada, “Join The Club” y “Mayham”, Tony está en coma negociando con la muerte. Gran parte de ambos capítulos transcurren dentro de su torturada mente, un trayecto corroído por la culpa del subconsciente. Pero ahí dentro no es un gánster ni es Tony Soprano, sino un vendedor de placas solares llamado Kevin Finnerty. Está de viaje de negocios alojado en un hotel y tiene un humillante enfrentamiento con un grupo de budistas tibetanos. Todos los que han visto la serie recordarán la energía perturbadora de estos bloques dramáticos, su fantasía y su oscura intranquilidad, su cualidad poética de ultratumba. El gran desconcierto procedía del hecho de que James Gandolfini no fuera Tony Soprano, o más bien que el cuerpo de James Gandolfini habitara otra identidad, se comportara de otro modo. El hombre con la pistola era ahora el hombre con el maletín. El tipo corpulento al mando de la mafia de Nueva Jersey era ahora un tipo gris y vulgar. Pero su vulgaridad, al contrario de la de Tony, no era admirable. Su bilis y su sentido del humor desaparecían. Los creadores de la serie jugaban con la noción de incomodidad y extrañeza que esta circunstancia provocaba no solo en el espectador, sino probablemente en el propio actor llamado a interpretarlo.


Kevin Finnerty / Tony Soprano / James Gandolfini ("Join The Club")

James Gandolfini: “Crecí a diez minutos de donde tiene lugar la serie. Soy un chico italiano de Nueva Jersey. Mi familia es un grupo de personas oscuras. No soy Tony Soprano, pero podría haberlo sido”. David Chase, el creador de Los Soprano, solía decir que, por encima de todas las circunstancias biográficas y familiares que unían al actor y al personaje, había una verdaderamente crucial: el gen depresivo. Se supone que la serie que transformó para siempre el modo en que la gente vería, pensaría y hablaría sobre la teleficción ni siquiera tendría que haber funcionado. La idea de que un jefe mafioso psicoanalizara su depresión perpetua en el diván de una psicoterapeuta (la doctora Melfi, con la que desarrollaría una relación volcánica y tormentosa) no parecía de los más convincente. Uno de los motivos fundamentales de que, para propia sorpresa de los ejecutivos de la HBO, Los Soprano se convirtiera en la apoteosis del drama televiviso por excelencia es el realismo y la cercanía con que Gandolfini compuso su personaje, la fisicidad de su sola presencia (en cada temporada se hacía más grande a medida que iba engordando y pareciéndose cada vez más a un Al Capone del siglo XXI), el modo en que su cuerpo y su voz se apropiaron automáticamente de su personaje, educando su temperamento. La clave realista y antiépica de la serie, que resultó crucial para alejarse de la estilización noir que hasta entonces había definido las reglas formales del género, no hubiera funcionado sin él.


Son múltiples y conocidos los intercambios de identidad que con frecuencia se producen entre un actor y su personaje, los lazos asociativos que se establecen entre ellos (aunque puedan ser personalidades muy distintas, como de hecho lo eran), pero en el caso de James Gandolfini / Tony Soprano el fenómeno cruzó todos los límites. Habitó su personaje, como protagonista absoluto del show, nada menos que durante seis años y 86 capítulos. Por razones obvias, muy pocos intérpretes a lo largo de la historia televisiva han invertido tanto tiempo en bucear en las profundidades de la psique de un personaje de ficción, para crecer junto a él y dotarle de una complejidad tan vasta, y al mismo tiempo poner en escena las miserias y orfandades de la naturaleza humana, la psique torturada y bipolar de América. Cuando se ponía la bata y abría la nevera de la cocina, como un oso hambriento, parecía un ser indefenso y entrañable, un padre de familia con quien solo podíamos empatizar. Luego se vestía y planeaba crímenes en la trastienda del Bada Bing. Luego echaba fuego al negocio de su mejor amigo y engañaba sistemáticamente a su mujer. Luego mataba con sus manos a mafiosos, prostitutas, amigos y familiares. Extrajo la humanidad del asesino para que pudiéramos identificarnos con él, alentar sus crímenes, al menos hasta la quinta temporada. Después, como no podía ser de otro modo, se desató la bestia, el ser vil, despreciable y nada heroico que siempre fue. Habitó todos los rostros del mal. 


El implacable corte a negro del último capítulo, ese final que levantó tanta controversia y generó tantas decepciones, era como un disparo silencioso. Muy doloroso y definitivo. La serie dejaba de respirar acaso del mismo modo, inesperado y traumático, con el que un infarto se ha llevado a Gandolfini con apenas 51 años de edad, en Roma. Excepto los suicidas, nadie planea su final. Por eso la brusquedad con que el capítulo cortaba a negro y la familia Soprano desaparecía para siempre de nuestras vidas se antojaba, después del trauma, como una solución tan lógica como perfecta, el broche insuperable de una obra maestra. Después de aquello, después de abandonar al personaje que le dio todo en su carrera y al que, consecuentemente, él le dio todo de sí mismo, Gandolfini haría su aparición en alguna que otra película. Se acercaba a sus personajes desde la concepción orgánica del oficio. Su técnica pasaba por su físico, su talento para rasgar cualquier acorde de su mirada no parecía tener límites. Incluso cuando, muy lejos de interpretar a un gangster, participó el año pasado en el debut cinematográfico de David Chase, Not Fade Away, en la piel de un padre de familia que perdía las simpatías de su hijo a lo largo de los años (como las perdió con A. J.), incluso entonces parecía inevitable evocar a Tony.

Andrew Dominik se aprovechó de esta circunstancia en Mátalos suavemente(2012), donde Gandolfini ofreció la mejor interpretación posible de un asesino a sueldo alcoholizado y putero que, simplemente, ya no quiere matar. Como director de la CIA en La noche más oscura (2012), Kathryn Bigelow también aprovechó el recuerdo de los espectadores, incorporando automáticamente al personaje la autoridad y el respeto que producía el actor con su sola presencia. Y su voz perfectamente identificable le sirvió a Spike Jonze para hacerle hablar a una afectuosa bestia peluda, habitante de un mundo de crueldad y fantasía infantil, en Donde viven los monstruos (2009). Todo encajaba. Casi nadie se acuerda hoy, en todo caso, de que antes de calzarse los zapatos de Tony Soprano, Gandolfini no solo fue un sádico mercenario en Amor a quemarropa(1993), aquella joya escrita por Quentin Tarantino y dirigida por Tony Scott (hoy también desaparecido), sino también un actor dirigido por Álex de la Iglesia en la más que reivindicable Perdita Durango (1997), donde daba vida a un agente de narcotráficos en caza y captura de los desquiciados fugitivos interpretados por Javier Bardem y Rosie Pérez. Su primer papel protagonista fue también el único y el último, y antes y después defendió con admirable profesionalidad su estatus de secundario de oro en el cine contemporáneo. No tuvo tiempo para abandonar a Tony Soprano. Seguramente nunca hubiera podido hacerlo, ni siquiera cuando fue Kevin Finnerty. Lo dijo A. J.: “Tony Soprano no va a morir”.


Publicado en www.elcultural.es, el 20 de junio de 2013

lunes, 3 de junio de 2013

LOUIE - "Late Nite" (2012) de Louis C. K.


Vas a llorar, Louie, vas a morir…


1) Mírales a los ojos y habla desde el corazón
2) Tienes que irte para volver
3) Si alguien te pide que guardes un secreto, es que el secreto es una mentira

Jack Dahl (David Lynch) en Louie [S03E12]
                                   

Exterior, noche en Nueva York. En plano frontal sostenido, un templo de la comedia. Entre sus invitados, Louis C.K., probablemente el humorista más hype de la ciudad, lo que allí se entiende por un “comic’s comic”, es decir, un cómico de cómicos: en la mejor tradición norteamericana del ‘stand-up comedy’, la comedia monologada. Su comedia es su vida, su trabajo, su soledad, sus anhelos y su familia. El día a día en la metrópoli del siglo XXI. En este “sitcom verité”, la tercera temporada de Louie (FX) llegó a su hiatus final con una clase revelación creativa reservada a muy pocos. Tres capítulos en continuidad narrativa bajo el influjo (y las enseñanzas) de David Lynch [Late Show] y un epílogo en Asia [New Year’s Eve]… confuciano, poderoso, divertido y conmovedor. El plano final lo hubiera filmado Ozu.






De la oscuridad urbana a la luminosidad revelada, el trayecto de ochenta minutos entre estos dos planos contiene todo aquello que nos sacude en las formas y fondos de la serie Louie y que en cierto modo ya podemos leer bajo la marquesina del teatro en el plano seminal: Improv. Hay dos formas igualmente significativas de interprretarlo. Como abreviatura de improvise o improvistation (improvisar o improvisación) y como equivalente fonético de improve (mejorar). En torno a estos conceptos-desafíos articula Louis C.K. su prodigiosa serie, que crea, dirige, protagoniza y edita.

Improvisar (reír y llorar, desde el corazón). En estos cuatro capítulos de formato semi-independiente dentro del conjunto de la tercera temporada ni siquiera la deliciosa ‘intro’ –su paseo camino de un bolo en el Comedy Cellar del Greenwich Village– está libre de los efectos de las mutaciones y desvíos de la serie. El audio musical cambia radicalmente: del Brother Louie de Hot Chocolate (interpretado por The Stories) a un score melodramático.

Pero no es el primer ni el último salto al vacío de una serie donde autobiografía y fabulación se nutren constantemente. El hombre y el artista trazan su independencia en el espejo de la televisión. El hombre es Louis Scékely (Washington, 1967), de ascendencia húngaro-judía (padre) y mexicana (madre), criado en Boston. Su aspecto robusto, su rostro bonachón, la incorreción de su humor y su verbo malhablado encierran nociones de identidad colectiva asociadas a la clase trabajadora. Está divorciado y tiene dos hijas. El artista, después de veinte años como colaborador en los shows cómicos más respetados del espectro televisivo (Conan O’Brien, Dana Carvey, Chris Rock, David Letterman…), de dirigir dos películas infértiles (Tomorrow Night, 1998 y Pootie Tang, 2001), y, entre otros proyectos, crear y protagonizar una serie de corto alcance (Lucky Louie, HBO, 2006), decide a partir de 2009 producir y distribuir de forma independiente sus espéctaculos en directo. Son monólogos que rompen límites verbales y desactivan tabúes (sexo, niños, familia, política, etc), groseros y grotescos, ciertamente hilarantes, proferidos desde la conciencia de un alter-ego que es y no es Louis Scékely, sino Louis C.K. Solo las ventas on-line de sus espectáculos superaron el millón de dólares. Y el hombre/artista crea su propia serie en la cadena FX, de la que es dueño y señor: Louie (2010-2012), donde interpreta a un cómico que está divorciado y tiene dos hijas. He aquí una cierta forma de vivir el sueño americano.

Es la que cuenta a su modo el episodio triple Late Night. Tras una inesperada participación como invitado especial en el “Jay Leno’s Tonight Show”, el presidente de la CBS le propone la posibilidad de ocupar el sillón de David Letterman al frente de su “Late Night”, uno de los programas más longevos y populares de la televisión, del que Louis CK salió por la puerta trasera con la promesa de que nunca volvería. La oferta es un todo o nada, “un principio o un final”, tal y como se lo plantea Louie al misterioso “entrenador personal” que le proporciona la CBS, Jack Dall. Su primera aparición es de espaldas, tocándose lo oreja, antes de revelar el rostro de David Lynch. A este punto, a este preciso momento, es al que súbitamente comprendemos que ha ido caminando la serie durante tres años (aunque ni el propio Louis CK lo supiera), apelando, siempre en los márgenes de una ‘sitcom’, a la extrañeza surreal, el absurdo onírico y la incomodidad psicológica. Proponiendo diversos saltos al vacío.




 
  
Mejorar (vivir y morir, irte para volver). La colisión/colaboración entre Louie y Lynch genera frutos inesperados y proporciona fértiles analogías. Nos habla de la culminación de un proyecto creativo en permanente (y evidente) evolución, poniéndose a prueba sin complejos. En verdad, las múltiples piruetas formales de Louie, abriéndose a diversos códigos, con guiones que albergan un impulso anárquico, caminaban decididadamente hacia rupturas de la lógica narrativa y la disolución del “relato cerrado” en favor de momentos mágicos y perturbadores. En su emparejamiento final con Lynch (bajo el esquema maestro y alumno) toman pleno sentido las citas lynchianas en la atmósfera y la puesta en escena de varias escenas de Louie, así como la inconsistencia de identidades a lo largo de la serie, con los mismos roles (el de la hermana y la exmujer de Louie) interpretados por actrices distintas, de apariencia, edad y hasta razas variadas.

Así que Louis CK filma a David Lynch saliendo detrás del telón [Late Night. Part 2] y mostrándonos cómo el sonido marca toda la diferencia respecto a lo que la imagen parece decirnos. ¿No es acaso Lynch el más excelso generador posmoderno de las fricciones entre lo que vemos y lo que oímos? El autor de Mulholland Drive y de Inland Empire irrumpe en el unvierso alternativo de Louie, trasladando su retrato irónico y terrorífico de la industria del cine a la televisiva, con la participación de Chris Rock y Jerry Seinfield lanzando puñaladas traperas. Las enseñanzas confucianas y pugilísticas de Jack Dall, con sus tres reglas del showbusiness, encierran la catársis creativa de Louie, su proceso para afrontar el miedo y resolver el dilema melodramático entre trabajo y familia. Bajo la invocación de Rocky (otro sueño americano) se somete al castigo físico, a recibir golpes en el ring antes de sentir la necesidad de golpearnos a todos con un humor que, esencialmente, nace en la expresión de la rabia. [Esto también es autobiografía: Louis practica boxeo como terapia creativa].


La emotiva celebración final frente al Ed Sullivan Theater (F--- You, David Letterman!) remite a las verdaderas conquistas de Louie, las más sorprendentes en originarse en la teleficción norteamericana. El modo en que el trazo grueso ha modulado hacia la fina pincelada, la depuración silente, el refinamiento de la mirada. Louis ha alcanzado el zen creativo que sugiere el plano final ozuniano. Si regresamos al principio, al plano donde se leía Improv, veremos a la derecha la letra V. ¿De “victoria” (victory)? ¿Y/O de “venganza” (vengeance)? El artista y el hombre.
  

 Publicado en "Caimán. Cuadernos de Cine" (Abril 2013)

domingo, 2 de junio de 2013

"Le quattro volte" (2010) de Michelangelo Framartino



Filmar lo invisible


El cine forma a veces extrañas y reveladoras constelaciones. Una visión mística y cosmológica del hombre, fuertemente conectado a la naturaleza, se ha manifestado en películas que recorren prácticamente todo el espectro de la galaxia cinematográfica. Desde la vertiente salvajemente industrial: Avatar 3D, la película más taquillera de la historia. Desde su opuesto, el cine de festivales radicalmente de autor: Unclee Boonmee recuerda sus vidas pasadas. Ambos filmes, víctimas propiciatorias de espectadores muy distintos, tratan en esencia de trasladar la misma cuestión a la pantalla: cómo filmar la transmigración de las almas. Y lo hacen desde posturas irreconciliables, el new-age de diseño tecnológico frente a la vindicación de la inocencia primigenia del cine.

Podríamos pensar en otras películas recientes que también se han visto poseídas por la necesidad de regresar al seno de la naturaleza y despertar sus conexiones espirituales con el hombre –Last Days, El cant dels ocells, El bosque del luto, Ponyo en el acantilado…–, ofreciéndose al espectador más que como películas, como experiencias sensoriales o estados de ánimo. Quizá gran parte de la responsabilidad corresponde a la onda expansiva lanzada por Terrence Malick con La delgada línea roja, y cuyos nutrientes más místicos ha exacerbado hasta el radicalismo en El árbol de la vida, si bien los intercambios entre la mística y el cine han estado presentes desde su nacimiento, en maestros como Sjöstrom, Renoir o Tarkovsky. Pues bien, como si viniera a cerrar el círculo, desde la vertiente del documental llega ahora a nuestras pantallas, algo más de un año desde su presentación en la Quincena de Realizadores de Cannes, la película italiana Le quattro volte, una mirada fascinante (y fascinada) a los movimientos cíclicos de la vida expresada en todas sus manifestaciones: hombre, animal, vegetal y mineral.


Este hermoso, hipnótico film, dirigido por Michelangelo Framartino, se inspira de hecho en las creencias pitagóricas de los cuatro ciclos de transmigración del espíritu. Rodada en las faldas del monte Calabria, la película nos traslada a un pueblo estancado en formas de vida arcaicas para retratar una cultura rural en extinción, siguiendo el itinerario espiritual de la vida encarnada en un pastor, un chivo, un árbol y el carbón vegetal. “En mi vida personal nunca he logrado creer en lo místico –afirma Framartino–, pero en el arte es distinto, y admito que, en mi trabajo, he tenido que tratar a menudo con lo invisible”. Ese retrato de lo inmaterial, sólo posible a partir de una superlativa capacidad de observación y de sugestión, es sin duda el gran desafío de la película, resuelto con una mirada poética que busca congraciar el paisajismo con la magia, el humor con la metafísica o la antropología con el cosmos. Hay que recurrir al tópico: Le quatro volte filma el espectáculo de la vida.

El problema al que se enfrentan este tipo de propuestas es que su mística sea impostada. Con todo su dinamismo y su cacharrería tecnológica, la espectacularidad invocada en Avatar está muy lejos de los niveles de asombro que propone Le quattro volte; que encuentra formas mucho menos mecánicas para apelar a la materia invisible que conecta a todos los organismos vivos. Un extraordinario, casi mágico plano secuencia nos da la medida del misterio que recorre la película italiana: en un cruce de caminos, la cámara gira sobre su eje y extrae un momento tragicómico (con la participación de un perro, una camioneta y una procesión) de apariencia totalmente imprevisible, pero que se ha filmado como si obedeciera a un guión y con los movimientos de cámara más precisos posibles. ¿Qué clase de alquimia ha producido un momento cinematográfico de esta intensidad? Es como si Framartino hubiera armonizado sin resquicios los métodos de la ficción y los azares del documental, es decir, la artificiosidad dramática y el registro de lo real. En cierto modo, Le quattro volte, con su suntuosa fotografía y su belleza plástica, de las que no prescinde ni un solo plano, logra controlar las incontrolables agitaciones de la naturaleza.


 “Quien sabe filmar montañas sabe filmar a los hombres”, dijo Ernst Lubistch. Era otra forma de decir que los paisajes también tienen alma. A medida que avanza, Le quattro volte va abandonando el elemento humano con el que arranca para centrarse en todo aquello que le rodea, el fondo y el revés de su existencia. “Esta pérdida progresiva del protagonista –explica Framartino– encierra el descubrimiento de una dignidad par entre lo humano y los demás reinos”. Con su descubrimiento de la arcaica fascinación de Calabria, el cineasta italiano propone algo tan insólito en el cine contemporáneo como es desprenderse de su homocentrismo: “En esta tierra es donde he aprendido a redimensionar el papel del hombre, o al menos a apartar la mirada de él: ¿podrá liberarse el cine de la tiranía de lo humano?”. Con su viaje cíclico, Le quattro volte emprende un recorrido de la “liberación de la mirada”, invitando al espectador a una experiencia verdaderamente insólita en una sala de cine. “Quiero privar al espectador de todos los puntos de referencia. Cuando veo una película, siempre tengo la sensación de que en ella se ha fijado algo que va mucho más allá de lo que se ha captado, como si la imagen fuera una forma de acceso a lo invisible”.