Variables en la ecuación del tiempo
If all time is eternally present
All time is unredeemable
T. S Elliot
Willie Nelson canta Shotgun Willie y la aguja sobre el vinilo salta repentinamente hacia atrás al final de la primera estrofa. Un disco rallado. La canción se enreda en un bucle de espacio-tiempo que no parece detenerse, una y otra vez el mismo fragmento –“Well you can’t make a record…–, suspendiendo y retorciendo la continuidad temporal. No es mala metonimia con la que arrancar la quinta temporada de Perdidos. Con mayor determinismo que en los cuatro años anteriores, ahora es cuando, de forma plena, el dispositivo formal toma conciencia de ser la verdadera sustancia dramática de la serie.
Se produce en esta quinta temporada una mutación trascendente en la estructura. Los flashbacks y los flashforwards dejan de ser experiencias exclusivas del televidente. La intrincada mecánica argumental ha reclamado de él la recomposición de un puzzle que pueda dar forma (sentido) al rocambolesco destino de los náufragos y habitantes de la isla. Pero en esta quinta temporada, la mejor hasta el momento –la más vibrante, compleja y ambiciosa; la más equilibrada en términos de acción y exposición argumental–, serán no sólo los espectadores, sino también los personajes, condenados a vagar entre el arquetipo y el individuo, quienes experimentarán en sus huesos esos saltos continuados en el tiempo, quienes deberán recomponer las fragmentos de sus propias vidas y adaptarse a nuevas paradojas temporales. Seguirán persiguiendo sus sombras por el limbo verde.
Todos ellos –Sawyer, Jack, Hurley, Said, Kate, Juliet, Jin, Sun, Ben, Locke, Desmond…–, aunque el nuevo paradigma espacio-temporal que han activado los acontecimientos del final de la cuarta temporada les obligue a transitar por distintas dimensiones en el tiempo (en 1977, unos; en 2007, otros), se saben piezas desarticuladas de un destino que se les escapa, de un todo que aún no pueden vislumbrar con claridad. El único que quizá pueda hacerlo es el científico Daniel Farraday, cuya relevancia se hará crucial en esta quinta temporada (de ahí que el prólogo del primer capítulo termine con su rostro surgiendo de las sombras… treinta años atrás de cuando le vimos por última vez). En un momento dado, Farraday dice a sus compañeros: “Todos somos variables en la ecuación del tiempo”.
Pasado, presente y futuro aconteciendo simultáneamente. ¿No es eso lo que nos ha estado diciendo Perdidos desde su propia estructura argumental? Quizá haya tantas formas de “experimentar” la serie como las permutaciones posibles en el orden de sus 99 episodios, los que suman hasta el final de la quinta temporada. Esto convertiría Perdidos en una suerte de “rayuela” catódica, en la que J. J. Abrams, al igual que hiciera Julio Cortázar con su novela, dejara al libre albedrío del lector/espectador organizar el orden de visión/lectura de sus capítulos, una suerte hipertextos que podrían acabar enredados en un bucle infinito entre “el lado de acá y el lado de allá”, como un disco rallado. Pero por muy interesante que pueda resultar este ejercicio de adulteración narrativa (que convertiría los cliff-hangers en meras patrañas), se revelaría totalmente infructuoso. La lógica interna de Perdidos se muestra capítulo a capítulo como si fueran las piedras del mosaico (espacial) y las capas de la cebolla (temporal) de un destino irrenunciable.
En el segundo episodio de esta temporada, Hurley expone a su madre la perfecta y delirante sinopsis de lo que hemos visto hasta ahora. Toda la cronología de los hechos se revela en su frívolo resumen de Perdidos como un relato bajo el gobierno de la arbitrariedad argumental. Pero el espectador ya sabe por entonces que los guionistas de Perdidos no juegan a los dados con sus personajes. Toda imagen lleva a la siguiente y las palabras se contradicen tanto como se fortalecen entre sí. Todo lo que acontece no cesa de obedecer a un régimen predeterminado, un plan maestro que, como una ventana empañada, va mostrando poco a poco qué hay al otro lado del cristal. El capítulo Follow the Leader de esta quinta temporada muestra hasta qué punto una escena que parecía banal varios episodios atrás –en la que Richard se topaba con un Locke malherido y actuaba como un mensajero del futuro– se reviste entonces de un sentido determinante que ni siquiera habíamos sospechado.
Lo extraordinario de la quinta temporada es que, finalmente, el verdadero deus ex machina de la serie –el bíblico Jacob– empieza a tomar forma corpórea. Nunca antes había emergido el factotum de la serie con claridad tan manifiesta como en el prólogo del último capítulo, The Incident, que abrirá una nueva puerta de percepción al entramado narrativo. Hemos tenido la ocasión, en los capítulos precedentes, de recorrer fugazmente las distintas edades de la isla y de algunos de sus habitantes clave. Y hemos comprobado que existe al menos un hombre cuyo aspecto no ha variado desde la más remota Antigüedad, pasando por 1954 y por los años ochenta, hasta hacer parada simultánea en dos dimensiones temporales de algún modo condenadas a colisionar entre sí: 1977 y 2007, los esperanzados tiempos hippies de la iniciativa Dharma y el liderazgo de un ambivalente John Locke. La polisemia del artefacto argumental, con una mitología que no deja de expandirse y de intelectualizarse (a la manera de la literatura de Tolkien o de Lewis Carroll), acepta con naturalidad el intricado laberinto de referentes espirituales en una pugna final por la fe o la ciencia, la vida y la muerte. “A su manera este libro es muchos libros”, explicaba Cortázar en las primera líneas de su novela total. Perdidos, la serie total de J. J Abrams, también es a su manera muchas series.
Si aceptamos como premisa que Twin Peaks vendría a ser el Ciudadano Kane de la televisión al destrozar la causalidad narrativa y entregarla a las llamas del subconsciente; aceptemos que Perdidos bien podría hacer las veces de El año pasado en Marienbad, el dispositivo que rompe definitivamente las cadenas de la ficción televisiva, cuando los mecanismos de la memoria y las fugas de la percepción quebrantan toda ley conocida. La sensación es que cualquier cosa puede ocurrir y parecer verosímil (aunque no necesariamente aceptable) en la maraña de espejos. Esa es la sustancia adictiva de Perdidos: que toda resolución a un misterio anida otro enigma. La gran pregunta que nos plantea esta penúltima temporada es tan sencilla como indescifrable: “¿Se puede cambiar el pasado para transformar el presente?”. En verdad tendremos que esperar al capítulo 100 (el primero de la sexta temporada) para obtener algo parecido a una respuesta.