Maravilloso desconcierto
No podemos hablar de intriga, ni de exotismo. Canino no juega ninguna de esas bazas. Hablemos mejor de extrañeza, de personalidad. En algún chalet de un suburbio griego vive una familia. Nunca aprendemos sus nombres: Padre, Madre, Hermana Mayor, Hijo y Hermana Menor. Mientras Padre tiene un trabajo fuera de casa, el resto no puede abandonar el domicilio. Nunca. Los niños han vivido confinados durante toda su existencia, por eso siguen siendo niños aunque tengan más de veinte años. Les han enseñado a temer el mundo exterior. Amaestrados como perros por un padre sociópata, han desarrollado sus propios patrones emocionales, su propio lenguaje.
La poética del absurdo sistematiza la cotidianidad, un sutil humor negro empapa el desconcierto, algunos estallidos de seca violencia nos previenen de sentirnos cómodos. La lectura más sólida de esta fábula cruel nos lleva a al film-tesis en torno a los totalitarismos y sus herramientas de control social. Todo está expuesto con meridiana claridad en el film de Yorgos Lanthimos (censura y distorsión del lenguaje, secuestro de la libertad individual, invención del enemigo, aniquilación del intruso, etc.), quien también se preocupa por mostrar sin timidez los efectos del sistema –alienación y animalización, depravación moral...– en el extravagante comportamiento de sus personajes.
Hagamos un ejercicio de crítica-ficción imaginando qué haría Hollywood con un guión, una historia tan bizarra y perturbadora como la que pone en escena Canino. ¿Sometería su poso surrealista al decálogo de las buenas conductas y a los códigos predeterminados de un género? ¿Convertiría su sedicioso argumento en un thriller terrorífico o en una comedia familiar? En realidad, las respuestas a preguntas no tan retóricas como aparentan ya nos las dio Night Shyamalan con El bosque, o Wes Anderson con cualquiera de sus fábulas de control familiar. Es probable que de la fusión de ambos, del talento de Shyamalan para los argumentos metafóricos y de Anderson para sistematizar con humor las relaciones adulteradas, podamos destilar cierto tono que se asemeje a Canino. Si hablamos de cine norteamericano en un texto sobre la tercera película de un director griego completamente desconocido hasta ahora es porque intuimos que ese tipo de especulación cinematográfica puede ayudarnos a desentrañar el porqué del efecto perturbador que provoca el film. El porqué de su misterio. No parece casual que el elemento externo perturbador del film, la prostituta contratada por el padre, entregue secretamente a Hermana Mayor películas tan asociadas a Hollywood como Tiburón, Flashdance o Rocky, cuyos universos no menos fabricados que los que pone en escena Lanthinos serán los que planten la semilla de la rebelión en la casa.
Premiado significativamente por su “cierta mirada” (premio Certain Regard en Cannes 2009), la eficacia de Canino pasa por incomodar y, en último caso, transformar la mirada previa del espectador invocando a lo que podríamos llamar el “maravilloso desconcierto”. La aparente indiferencia del relato ante las preguntas que cada escena plantea al espectador, los encuadres claustrofóbicos y las perspectivas insólitas que adopta la cámara, violentan nuestra mirada para reordenar cierta visión adquirida del relato y, sobre todo, de los comportamientos humanos codificados por tantas películas. Es cierto que el sórdido automatismo sexual puede recordarnos a Ulrich Siedl, que los estallidos de violencia mundana nos hacen pensar en Michael Haneke, que incluso los ecos de la realidad convocan en nuestra memoria al monstruo de Amsted, pero estas conexiones austriacas no son más que falsas coartadas, inútiles fugas para el espectador contemporáneo. La genuina extrañeza y agresividad de este verdadero ovni cinematográfico ostentan el poder suficiente como para dinamitar el confort adquirido frente a imágenes neutras y ficciones cada vez más inofensivas.