Regreso al hogar de los Coen
A los hermanos Coen se les ha dado por muertos en más de una ocasión. Con la feliz cosecha en los Oscar y en las taquillas, No es país para viejos volvió a colocarles en el mapa de la industria, si bien aquello no fue más que el resultado de una inteligente jugada con sospechoso olor a producto de diseño. No es cuestión de restar méritos a la excelente adaptación de la novela de Cormac McCarthy con la que los hermanos de Minneapolis volvieron a seducir a crítica y público internacionales, devolviéndoles así al territorio conquistado con Fargo, pero a los autores de El gran Lebowski (probablemente la mejor comedia de los últimos veinte años) lo que realmente les gusta es hacer reír. Su filmografía habla por sí sola: nueve de catorce largometrajes son comedias. De esta suerte, el film protagonizado por Javier Bardem vendría a ser la mejor película de los Coen para aquellos a quienes no les gusta el cine de los Coen. Tras la reconquista de un estatus de autores serios y sombríos, regresaron a sus fueros con la brillante Quemar antes de leer (2008), una suerte de ensayo desquiciado en torno a la idiocracia que gobierna el mundo. Ahora, con Un tipo serio, han vuelto a explorar el reverso más ridículo de la condición humana, o más bien de la condición judía, hilvanando una fina comedia sobre la angustia.
“No sabría decir si la película es una comedia o una tragedia –aclara Ethan Coen–. Uno sólo se plantea cómo ser honesto con la historia y no qué es lo que va a hacer reír o llorar al público”. La reflexión es trasladable a cualquiera de las películas que ha escrito junto a su hermano, si bien aplicada a Un tipo serio no deja de sonar especialmente pertinente. Para los autores de Sangre fácil (1984), el infierno siempre ha estado en los otros, y ese infierno es el que ahora debe cruzar Larry Gopnik (Michael Stulhbarg), el profesor de matemáticas, acomodado padre de familia y feliz esposo judío que protagoniza el film. De repente, su vida se abisma a un precipicio sin fondo. Desde su familia a su trabajo, pasando por su autoestima, todo se derrumba a su alrededor mientras trata de encontrar respuestas imposibles en una religión/cultura de la que se siente tan distante como atrapado. “Gopnik quiere saber qué ha hecho moralmente mal, porque así podrá corregirse y dejar de sufrir todas las cosas horribles que le suceden. Pero en realidad no ha hecho nada malo. Simplemente, así es la vida”, explica Joel Coen. Larry descubre que la verdad es un conjunto de mentiras, y así los códigos de representación de Un tipo serio variarán entre la realidad y la ensoñación, los deseos y las frustraciones. Un ejercicio de funambulismo formal que confiere al film una complejidad fascinante, aparte de proporcionar momentos cómicos que se cuentan entre lo más sutil y desternillante que han escrito los autores de Crueldad intolerable (2003).
Como el Amarcord de Fellini, Un tipo serio hunde sus raíces en los recuerdos infanto-juveniles de sus autores. La historia se sitúa en una comunidad suburbial del Medio Oeste como en la que crecieron los Coen durante los sesenta, donde el ambiente judeo-norteamericano era el sustento, más que el contexto, de sus vidas. Han tomado recuerdos autobiográficos para proponer una feroz lectura sobre el judaísmo, pero a diferencia de Fellini, esos recuerdos no están dominados por la nostalgia, sino por la imaginación y el deseo de parodia, quizá de venganza. Tomando la parábola de Job como inspiración del relato, aplican su extraordinario talento en caricaturizar con sangrante ternura a sus personajes y reformular un mosaico sardónico sobre el reino de la hipocresía y las apariencias que rige el contrato social y político de Estados Unidos. No es casual que el film tenga por prólogo una historia popular yiddish que acontece cien años atrás en una aldea polaca. Los dardos contra el ciego semitismo ya estaban apuntados en el Walter Sobschak de El gran Lebowski (que no podía jugar a los bolos en Shabbas) y en algunos pasajes de Barton Fink, pero en Un tipo serio, los Coen han llevado sus reservas con la cultura a la que pertenecen hasta el límite del absurdo, reservando para sus criaturas un final para el que la palabra extravagante se queda corta. Se han desquitado a sus anchas. Ni siquiera Woody Allen ha descrito de modo tan inquietante y ferozmente divertido la angustia existencial y el perpetuo sentimiento de culpa que derrama el judaísmo sobre sus acólitos. Los Coen han vuelto a casa.