Cajón de sastre del crítico, docente y programador de cine Carlos Reviriego, que aprovecha este espacio para mostrar algunos de sus artículos, aparecidos en "El Cultural", "Caimán. Cuadernos de Cine" y otras publicaciones.
lunes, 2 de noviembre de 2009
'After' de Alberto Rodríguez
sábado, 10 de octubre de 2009
'El Decálogo' de Krzysztof Kieslowski
de prosa poética
Ahora que, en el conglomerado audiovisual, la ficción televisiva parece haberse independizado definitivamente del cine (si acaso es el cine el que depende, financiera y artísticamente, de la televisión), poniendo en duda al menos el convencimiento de Serge Daney de que, a fuerza de convivencia, televisión y cine terminarían por parecerse, El Decálogo se formulaba algunas preguntas veinte años atrás que siguen siendo especialmente pertinentes. "No creo que el público televisivo sea menos inteligente que el cinematográfico", dijo en su momento el cineasta varsoviano. Para costear El Decálogo, financiado por la televisión polaca no sin condiciones, Kieslowski se vio obligado a desarrollar el guión de los capítulos 5 y 6 en películas cinematográficas (con versiones de 85 minutos), invirtiendo el beneficio de los largometrajes resultantes –No matarás (1988) y No amarás (1988)–, en el proyecto televisivo. El plan inicial de Kieslowski pasaba por que cada capítulo lo dirigiera un director debutante, pero finalmente decidió dirigir todos él y contratar a un director de fotografía distinto por capítulo (sólo repite con uno, Piotr Sobocinski), buscando así la autonomía formal de cada segmento: el sobrio realismo del Decálogo 2, la dimensión onírica en Decálogo 5, la expresividad de los encuadres del Decálogo 9... A la luz de lo que hoy entendemos por ficción televisiva de calidad (las series de la HBO), la prosa poética de El Decálogo nos recuerda que en una dimensión paralela hubiera sido posible una televisión realizada bajo la noción del cine conceptual de los años sesenta. Señala Jonathan Rosenbaum que, aunque realizado a finales de los años ochenta, hay un aliento creativo en El Decálogo que conecta directamente con poetas como Antonioni, Godard o Resnais.
Kieslowski es un poeta, sospechamos que el que mejor ha sabido filmar a través de ventanas, pero también un historiador. El Decálogo se concibe, desarrolla y emite durante el triunfo pacífico del pueblo sobre el moribundo sistema comunista, pero también cuando el trono del Vaticano lo ocupaba el polaco Karol Wojtyla. En esa esquizofrenia de creencias irreconciliables se desenvuelve la serie. Los guiones permanecieron en las oficinas de la censura institucional hasta que Kieslowski concedió no hacer menciones políticas ni mostrar cartillas de racionamiento, pero el complejo de edificios en el que viven los veinte personajes de la serie (que a veces se cruzan de un capítulo a otro) tiene por intención diseñar un microcosmos de Polonia en el que sus vecinos anhelan un sueño de libertad. El sentimiento moral de El Decálogo, no en vano inferido de los mandamientos católicos, está sin embargo más cercano al territorio agnóstico de Bergman que al místico de Tarkovsky, si bien no se conforman con una felicidad materialista. El personaje misterioso de la serie, el testigo silencioso interpretado por Artur Bacis (que aparece incidentalmente en ocho de las diez películas), puede representar la conciencia individual, como se ha dicho, pero es más hermoso pensar en él como la personificación de Kieslowski y su extrañeza frente a la complejidad del mundo. Un pesimista irredento que sin embargo concede al hombre algo de esperanza.
(Publicado originalmente en "Cahiers du cinema. España". Octubre, 2008. Num. 27)
jueves, 30 de julio de 2009
'Antcristo' de Lars Von Trier
martes, 31 de marzo de 2009
Los abrazos rotos
Es obligado: los juicios formados deben quedar atrás. El cine de Pedro Almodóvar es tan avasalladoramente personal que, frente a él, podemos salir expulsados como si fuéramos una visita indeseable o ser acogidos con los brazos bien abiertos. La mayoría de los espectadores habrá pasado por ambas experiencias frente a una película del manchego. Pero es obligado, insistimos, intentar colocarse con ojos limpios frente a las nuevas imágenes generadas por Almodóvar, lo que no se traduce en olvidar el camino recorrido hasta ahora por el cineasta, sólo en dejarlo un par de horas en cuarentena. Después, parece conveniente tener en cuenta, al menos, tres imponderables frente a las sensaciones y las reflexiones que nos ha despertado el film. UNO: Sus películas siempre mantienen un fluido diálogo con otras artes y otras películas, fantasías propias o ajenas cuyo propósito es encaminar el alcance de sus ficciones hacia puntos de fuga inesperados. DOS: Como cineasta que confía el epicentro de su discurso a la fricción de los cuerpos y el poder de la palabra, el intérprete es su mayor aliado, más incluso que la cámara, que los decorados, que todo el impecable artificio. TRES: Almodóvar, como Lynch, como Fellini, es también un artista plástico que piensa en imágenes. Sus calculadas historias, y la ética (o el cuestionamiento de su necesidad) que las recorre, no deberían desvincularse de su marco estético o de su puesta en escena. La entidad plástica de sus filmes en relación a su desarrollo argumental es totalmente decisiva. Partiendo de estos imponderables a modo de “manual-de-instrucciones-para-pensar-el-cine-de-Almodóvar”, y tras apenas un primer visionado (lo ideal sería al menos dos), anotemos algunas conquistas observadas en Los abrazos rotos, el largometraje número diecisiete de Pedro Almodóvar.
UNO: Michael Powell siempre expresó que la verdadera misión del cine era transformar la realidad física a través de la realidad mental, es decir, fílmica. La obra maestra El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) fue su película-tesis a este respecto. Los abrazos rotos camina en esta dirección: el cine como pantalla curativa, escenario de confesiones y sala de exorcismos. Es probable que la implicación personal del director no esté tan expuesta como en otras de sus ficciones protagonizadas por un personaje que comparte su oficio (pensamos sobre todo en La ley del deseo), pero aparte de que las películas no se juzgan por las simetrías biográficas que contienen, Los abrazos rotos, mediante el cineasta Mateo Blanco / Harry Caine, expresa con depurada limpieza expositiva las múltiples utilidades que ejerce la impregnación de las ficciones en la realidad del artista. Los momentos que Almodóvar hurta del cine que ha quedado cicatrizado en la retina de sus ojos (Los abrazos rotos comienza con el reflejo del director en el ojo del deseo) entran a formar parte activa de su guión. Lejos de exhibirse como parafernalia o digresiones cinéfilas, los préstamos que toma de Los sobornados, El beso de la muerte o Te querré siempre son verdaderos motores del drama.
La depuración que observamos en Los abrazos rotos se hace especialmente patente frente a su película hermana, La mala educación, otro artefacto envuelto en las galas del film noir. Pero en muchos aspectos, este nuevo film es el positivado de aquél. Si el viaje a los rincones oscuros de su infancia planeaba con laconismo sobre los resortes del giallo, en Los abrazos rotos Almodóvar logra que los elementos de la serie negra fluyan con naturalidad en el interior de su discurso iconoclasta en torno a los cuerpos y el arrebato que los destruye. Vuelve a acreditar Almodóvar así su creciente importancia como investigador de las dinámicas de las ficciones. El guión, estructurado con propensión a las simetrías, pasea con orgullo su polisemia (de los estragos de la ceguera pasional a las relaciones paterno-filiales), su profusión de saltos temporales (el film se desarrolla en 1992, 1994 y 2008) y sus ficciones centrífugas. El espectáculo de prestidigitación narrativa, admirable, representa un verdadero salto al vacío, como si, en paralelo con el cineasta invidente que protagoniza su nueva ficción, Almodóvar también fabulara en la oscuridad. Es un gesto creativo cuyo riesgo no es lógicamente inmune a los desmayos y las caídas (que las hay), pero especialmente estimulante en relación a la complacencia en la marca estilística que desprendía una película tan “diseñada” como Volver.
Es cierto lo que dijo Picasso: un artista siempre pinta la misma manzana. Y la manzana de Almodóvar no es otra que la ley del deseo. De un tiempo a esta parte, el diálogo más intenso, fructífero y revelador que practican sus ficciones es con ellas mismas. Aquí es con Mujeres al borde de un ataque de nervios, explicitada en la subficción “Chicas y maletas”. Si en otras citas almodovarianas se ha impuesto la redundancia o el narcisismo, nos alegra comprobar que Los abrazos rotos sí representa un paso adelante hacia la película definitiva que Almodóvar, como todo gran creador, sigue buscando.
DOS: Sobre el papel, los personajes del film son títeres narrativos que se abren a misteriosas duplicidades y a abismos de identidad, pero bajo el cincel de Almodóvar (probablemente el mejor director de actores del cine actual), los personajes son carne viva, presencia magnética, actores iluminados. Penélope Cruz, Lluìs Homar, Blanca Portillo, Tamar Novas, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Lola Dueñas, Ángela Molina, Alejo Saura, Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave, Kira Miró. Excepto en otras películas del mismo cineasta, no se recuerda un reparto tan equilibrado en el cine español, tampoco unas interpretaciones tan extraordinariamente precisas.
TRES: Lo recuerda Adrian Martin en su libro ¿Qué es el cine moderno? (Uqbar Editores). En una conversación en torno a El desierto rojo entre Godard y Antonioni, que tuvo lugar en 1964, el estudiante francés proponía al maestro italiano que “el drama ya no es psicológico, sino plástico”. Antonioni respondía que “es lo mismo”.
El ímpetu plástico en las imágenes almodovarianas es apabullante. En las ocasiones en que el espectador ha sido expulsado de uno de sus relatos (si no ha sintonizado con él), posiblemente ha podido regocijarse en la carga estética del film. Sabemos que, más allá de su anecdotario de errores y vacíos, una película puede justificarse con una sola imagen. Los abrazos rotos se reserva al menos dos conmociones, dos instantes memorables, de una intensidad asombrosa (una escena y una imagen), que ingresan entre los momentos más líricos de toda la poética almodovariana. Pertenecen además a dos escenas nucleares en el desarrollo narrativo y psicológico del drama y ambas, significativamente, ponen en forma los sentimientos de los personajes sobre una pantalla dentro de la pantalla. En la primera, Lena (Penélope Cruz) se dobla a sí misma sobre la proyección de unas imágenes mudas. Un enorme hallazgo de construcción dramática que emerge como vehículo de confesión y traición amorosa. La segunda (unas manos palpando una pantalla de televisión) es el resultado iconográfico de combinar la invocación rosselliniana en el corazón del film con el blow up de un último beso. De las esencias de Rossellini y Antonioni surge la poderosa imagen que sintetiza la tragedia de Los abrazos rotos.
Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 21. Marzo 2009
viernes, 6 de marzo de 2009
'Gran Torino' de Clint Eastwood
sábado, 7 de febrero de 2009
'Cuscús' de Abdel Kechiche
Dónde empezar, dónde terminar
En su tercer largometraje, Cuscús (La Graine et le mulet), la gran cuestión para Abdellatif Kechiche no pasa tanto por dónde empezar y por dónde terminar el plano, sino por dónde empezar y por dónde terminar la escena. A la manera cassavetiana, Cuscús se desenvuelve en un territorio cinematográfico hermanado con la música performativa, es decir, aquellas composiciones que parecen crearse en el mismo momento de su ejecución, que "nacen" mientras se interpretan, de ahí que no sea fácil ponerles un fin. El film conspira con los ritmos magrebíes para obtener sus acordes meditarráneos y para desvelar una melodía que avanza entre el melodrama familiar y ciertos fundamentos del llamado "cine social". El rumor de las conversaciones, los largos monólogos y los gritos que unos personajes se arrojan sobre otros, conforman en Cuscús la cadencia temporal de unas secuencias semimprovisadas que se prolongan casi al borde de la complacencia, que basculan en los límites entre representación y digresión, pero que a su vez denotan un insólito dominio de los equilibrios y desequilibrios que conviene generar dentro de una película. Stéphane Delorme señalaba en su crítica de "Cahiers du cinéma" (véase: nº 629; diciembre, 2007) la paradoja de un film rápido pero con escenas largas, como si detrás de la cámara se hubiera perfilado un "Sergio Leone locuaz", y lo hacía por supuesto pensando en la dilatación aparentemente gratuita de las secuencias. A diferencia del cineasta italiano, ese estiramiento del tiempo canónico (tiempos a los que nos ha habituado un cine normativo, en todo caso) no se entrega en Cuscús a la sublimación icónica o a la expansión del suspense (excepto en el último tramo del film), sino más bien al tratamiento novelístico que se adueña del relato.
Si no quedó suficientemente claro en La escurridiza o el amor (L'Esquive, 2003), en el insólito modo con el que Kechiche lograba trasvasar los equívocos y desencuentros del teatro amoroso de Marivaux a un instituto de los suburbios parisinos, Cuscús viene a reforzar la singularidad de un autor que no entiende de fórmulas expeditivas cuando hace cine. De nuevo, Kechiche se propone "testar nuestra resistencia a superar las etiquetas que impone el cine social", tal y como escribió Sergi Sánchez a propósito La escurridiza..., y de esa estrategia precisamente procede la idea de introducir, en el ecuador del film, una larga conversación entre varios músicos que más adelante adquirirán enorme relevancia. A la manera de los coros griegos, los músicos, que también son vecinos y amigos del protagonista, recapitulan sobre lo que hemos visto hasta ahora y ofrecen la información que nos falta para seguir el desarrollo de la historia. El estilo de Kechiche no descansa, por tanto, sólo en la medida del tiempo que entrega a las escenas, también en las capas de lenguaje que introduce en ellas, en el modo en que estructura sus filmes para sumergir la alegoría bajo la superficie de la realidad.
La materia de este relato, que está dividido en tres grandes bloques, es una familia de origen magrebí. Su desarrollo argumental pasa por el éxito o el fracaso de un proyecto empresarial, el que emprende el taciturno Slimane (Habib Boufares) cuando es jubilado de su puesto de astillero en Sète, un pueblo de la costa francesa. Contra todo pronóstico y desoyendo el consejo de sus hijos, Slimane decide invertir el dinero del despido en hacer realidad un viejo sueño: abrir un barco-restaurante especializado en cuscús con pescado. Alrededor de Slimane gravita todo un mundo femenino: su ex mujer Souad, sus hijas, sus yernas, su nieta, su actual compañera (que mantiene un conflicto abierto con Souad) y, sobre todo, su hijastra Rym (interpretada con energía y convicción por la debutante de 21 años Hafsia Herzi), que será su gran aliada para que el sueño se haga realidad.
Si otra de las grandes cuestiones del cine consiste en resolver cómo empezar y terminar las películas, ahí la delicadeza de Cuscús se abre a resonancias inesperadas pero cruciales en el devenir argumental. La película comienza con las piernas y las nalgas de una mujer rubia, que aunque tenga apena dos apariciones en el film, serán tan breves como decisivas en el fluir de los acontecimientos. En el angustioso tramo final de la película, por su parte, Kechiche elabora un resonante montaje paralelo que logra extraer ecos mortuorios de una sensual danza del vientre, la que interpreta Rym frente a un público hambriento. En la piel de ambas mujeres quedan inscritos los dos vocablos árabes, escuchados en el film, que proporcionan el pathos emocional de la película: ichra (el amor como absoluto) en el caso de Rym, y aïn (maldición, mal de ojo) en el de la amante francesa. Son las acepciones veladas de un autor que concede una enorme importancia lingüística a sus películas, y también de un film que confía en la perspicacia del espectador.
Cuando el cine popular todavía se niega a admitir el apocalipsis de la narración, esta película ciertamente anómala y fascinante viene a tender un puente entre los grandes relatos y los mundos creados con resquicios y vestigios de realidad. Aparentemente, el film se coloca en un lugar intermedio entre la creación de autor y el cine popular (fue la gran triunfadora en los premios Cesar y convocó a casi un millón de espectadores en Francia), pero en su eficaz modo de combinar el calor del melodrama familiar con un inesperado nivel de complejidad y detallismo en la narración y en la descripción de personajes, el film logra sortear ese cajón de sastre del cine francés contemporáneo en el que se enmascaran los falsos auteurs que adornan con vitriolo de personalidad cinematográfica sus propuestas cortadas por un mismo patrón, tan dependientes de unas reglas y expectativas como cualquier film de género. Honesta con sus personajes, Cuscús se atreve sin embargo a fundir a negro en el climax, permitiendo que la vida se resuelva más allá del marco de la película, escamoteando al espectador justo aquello con lo que un film sentimental se hubiera regocijado.
No estamos, ya se dijo, ante un cine social al uso, y por tanto las analogías con Mike Leigh sonarán desatinadas si pensamos en las conquistas formales de John Cassavetes y Maurice Pialat. El trabajo de Kechiche participa de la proximidad de la cámara con los rostros y los cuerpos propia del autor de Faces, y sobre todo se suma a la tradición de los etnógrafos del cine francés que se dedican en sus películas a capturar fragmentos de vida, verdades íntimas de sus personajes, desde el desarraigo cultural a las contradicciones familiares. Kechiche, al fin y al cabo, retrata aquello que conoce bien, y como hijo de emigrantes árabes (el personaje de Slimane está basado en su padre fallecido y lo interpreta un amigo íntimo de éste) se preocupa por no traicionar las singularidades de su cultura. Sólo cabe felicitarse porque esa exploración no quede asfixiada por los imperativos de la narración, sino que ambas convivan en feliz y completa armonía. Un logro mayor.
Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 20. Febrero 2009
sábado, 31 de enero de 2009
Inéditos de Cortázar
No sin cierto disimulo he sacado fotos de las páginas de uno de ellos, el que más me ha gustado –que cuenta en 201 palabras cómo una esperanza salva a un fama muy trabajador de su desconsolada vida cuando le muestra el mundo a través de la ventana impresa de un periódico–, con la intención de transcribirlo luego y leerlo con más tranquilidad. Es lo que he hecho y tentado estoy de publicarlo aquí, máxime cuando un fama se me ha acercado en la presentación y me ha pedido que deje de sacar fotos “porque luego siempre hay un periodista que lo cuelga en Internet”. Mi parte cronopio quiere hacerlo y mi parte fama apela a mi sensatez. Espero que me perdone Cortázar (y su viuda) si me tomo la libertad de mostrar aquí sólo el último párrafo del relato. Al fin y al cabo, se titula Never stop the press:
“¡Oh milagro! Entre sus dedos quedó enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las mañanas venía la esperanza con una nueva ración de milagro y el fama instalado en su sillón recibía una declaración de guerra, y una declaración de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y de Bariloche y de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo”.