viernes, 6 de marzo de 2009

'Gran Torino' de Clint Eastwood




Como un crepúsculo

Hay algo en las grandes películas testamentarias que escapa a los juicios cinematográficos. La corriente del film transborda el caudal fílmico y se convierte en una expresión íntima y desnuda, atravesada por imágenes de despedida que quedan impresionadas a fuego en la retina. No olvidamos el último gesto fílmico de Antonioni, cruzando la catedral de San Pietro en el limbo digital de Lo sguardo di Michelangelo (2004); o el plano final de Robert Altman en El último show (A Praire Home Companion, 2006), nada menos que un ángel blanco de la muerte atravesando la cámara; tampoco el sereno recorrido de una casa habitada por ánimas en Los muertos (The Dead, 1987), la última obra (maestra) de John Huston. Son películas que atesoran el sueño de la lucidez al final del camino. Hay algo arrolladoramente conmovedor en su paz espiritual, en cómo sus autores sentían el final y lo aceptaban sin resistencia. Las películas-testamento imponen la sensación de que asistimos a un bello crepúsculo y nunca queremos que termine. Es lo que pasa con Gran Torino.
Ya desde su primer western, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1976), muchas películas de Eastwood forman un tipo especial de cine necrofílico, dominado por las relaciones entre los muertos y los vivos. En Gran Torino, estas tensiones son especialmente significativas. Clint Eastwood lo ha dejado claro con sus declaraciones. El protagonista de Gran Torino, un inolvidable carcamal llamado Walt Kowalski, representa su última incorporación como actor y por tanto su aparición final en la pantalla. Lo deja todavía más claro en la película: se filma repetidamente como un fantasma surgiendo de las tinieblas, y en el último travelling su cuerpo descansa en un ataúd. En los títulos de cierre, su voz quebrada arrastra con aliento de ultratumba la afligida canción del título que él mismo ha compuesto para el film. En el caso de cualquier otro cineasta, una película como Gran Torino –con toda la “incorrección” que corre por sus venas– no sería tan significativa, pero tratándose de Eastwood, adquiere una posición crucial en diversos frentes. En su dimensión documental, es un conmovedor broche a una carrera interpretativa labrada desde las barricadas del anti-establishment y el individualismo; en el terreno histórico, es el destino lógico de una cierta lectura del mito masculino en el western y el thriller de los últimos cuarenta años, al tiempo que se ofrece como camino de redención y puesta al día de lo que el Eastwood-personaje representa en el imaginario político, social y cultural norteamericano.
El viejo Kowalski es el alma y la carne de Gran Torino. Es un viudo que no soporta a su hijos y nietos, ex veterano de la guerra de Corea y ex trabajador de la fábrica Ford, un gruñón literal, un misántropo, un racista que vive en los suburbios de Detroit en un vecindario poblado de etnias y razas diversas. Las tirantes relaciones con sus vecinos de la etnia Hmong tomarán otra dirección cuando se enfrenta a un grupo de street boys y se transforma en el héroe justiciero de la comunidad, en el mentor de un joven asiático que será el receptor de su legado. No deja de asombrarnos cómo a partir de un guión del novel Nick Schenk, Eastwood –cuyo instinto como “cazador de historias” no se puede poner en duda– construye un personaje que es suma y compendio de su corpus cinematográfico, palimpsesto gestual de una manera intransferible de “ser” y de “estar” en la pantalla. Parecían justificados los rumores de que Clint Eastwood preparaba una suerte de regreso de Harry Callahan, pues hay mucho de Harry el Sucio en Kowalski, pero también de Josey Wales (El fuera de la ley), de Red Stovall (Honkytonk Man), de Tom Highway (El sargento de hierro), de William Munny (Sin perdón), de Frankie Dunn (Million Dollar Baby)… hasta el punto de que el viejo Kowalski deja de ser un mero trasunto eastwoodiano para mostrarse como resumen de su leyenda.
Si en la primera parte, el film lleva los estereotipos del héroe eastwoodiano a un extraño lugar entre la autoparodia y la vindicación de esa leyenda, en el tramo final el film bascula hacia la gravedad, la culpa y la confesión. El pasaje de rito hacia el suicidio que Eastwood hace emprender a Kowlaski, y que sella con las palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece una resonante metáfora, como ha señalado Carlos F. Heredero, del choque de la América de Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, forzado a detonar desde dentro su propia leyenda. Frente a la tragedia que ha provocado el código de la vieja escuela (“Esto no es Corea, señor Kowalski”, le reprende el sacerdote), el mito de Eastwood toma conciencia de que el tiempo ha pasado por encima de él. En el transparente movimiento de regeneración ética de Gran Torino, donde la población multirracial toma por completo el destino del relato (de la nación), resuena la metáfora un país que se abre a una nueva y reconfortante era. A todo crepúsculo le sigue un amanecer.

Plano final de Robert Altman (El último show, 2006)


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