martes, 31 de marzo de 2009

Los abrazos rotos


Luces en la oscuridad

Es obligado: los juicios formados deben quedar atrás. El cine de Pedro Almodóvar es tan avasalladoramente personal que, frente a él, podemos salir expulsados como si fuéramos una visita indeseable o ser acogidos con los brazos bien abiertos. La mayoría de los espectadores habrá pasado por ambas experiencias frente a una película del manchego. Pero es obligado, insistimos, intentar colocarse con ojos limpios frente a las nuevas imágenes generadas por Almodóvar, lo que no se traduce en olvidar el camino recorrido hasta ahora por el cineasta, sólo en dejarlo un par de horas en cuarentena. Después, parece conveniente tener en cuenta, al menos, tres imponderables frente a las sensaciones y las reflexiones que nos ha despertado el film. UNO: Sus películas siempre mantienen un fluido diálogo con otras artes y otras películas, fantasías propias o ajenas cuyo propósito es encaminar el alcance de sus ficciones hacia puntos de fuga inesperados. DOS: Como cineasta que confía el epicentro de su discurso a la fricción de los cuerpos y el poder de la palabra, el intérprete es su mayor aliado, más incluso que la cámara, que los decorados, que todo el impecable artificio. TRES: Almodóvar, como Lynch, como Fellini, es también un artista plástico que piensa en imágenes. Sus calculadas historias, y la ética (o el cuestionamiento de su necesidad) que las recorre, no deberían desvincularse de su marco estético o de su puesta en escena. La entidad plástica de sus filmes en relación a su desarrollo argumental es totalmente decisiva. Partiendo de estos imponderables a modo de “manual-de-instrucciones-para-pensar-el-cine-de-Almodóvar”, y tras apenas un primer visionado (lo ideal sería al menos dos), anotemos algunas conquistas observadas en Los abrazos rotos, el largometraje número diecisiete de Pedro Almodóvar.

UNO: Michael Powell siempre expresó que la verdadera misión del cine era transformar la realidad física a través de la realidad mental, es decir, fílmica. La obra maestra El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) fue su película-tesis a este respecto. Los abrazos rotos camina en esta dirección: el cine como pantalla curativa, escenario de confesiones y sala de exorcismos. Es probable que la implicación personal del director no esté tan expuesta como en otras de sus ficciones protagonizadas por un personaje que comparte su oficio (pensamos sobre todo en La ley del deseo), pero aparte de que las películas no se juzgan por las simetrías biográficas que contienen, Los abrazos rotos, mediante el cineasta Mateo Blanco / Harry Caine, expresa con depurada limpieza expositiva las múltiples utilidades que ejerce la impregnación de las ficciones en la realidad del artista. Los momentos que Almodóvar hurta del cine que ha quedado cicatrizado en la retina de sus ojos (Los abrazos rotos comienza con el reflejo del director en el ojo del deseo) entran a formar parte activa de su guión. Lejos de exhibirse como parafernalia o digresiones cinéfilas, los préstamos que toma de Los sobornados, El beso de la muerte o Te querré siempre son verdaderos motores del drama.

La depuración que observamos en Los abrazos rotos se hace especialmente patente frente a su película hermana, La mala educación, otro artefacto envuelto en las galas del film noir. Pero en muchos aspectos, este nuevo film es el positivado de aquél. Si el viaje a los rincones oscuros de su infancia planeaba con laconismo sobre los resortes del giallo, en Los abrazos rotos Almodóvar logra que los elementos de la serie negra fluyan con naturalidad en el interior de su discurso iconoclasta en torno a los cuerpos y el arrebato que los destruye. Vuelve a acreditar Almodóvar así su creciente importancia como investigador de las dinámicas de las ficciones. El guión, estructurado con propensión a las simetrías, pasea con orgullo su polisemia (de los estragos de la ceguera pasional a las relaciones paterno-filiales), su profusión de saltos temporales (el film se desarrolla en 1992, 1994 y 2008) y sus ficciones centrífugas. El espectáculo de prestidigitación narrativa, admirable, representa un verdadero salto al vacío, como si, en paralelo con el cineasta invidente que protagoniza su nueva ficción, Almodóvar también fabulara en la oscuridad. Es un gesto creativo cuyo riesgo no es lógicamente inmune a los desmayos y las caídas (que las hay), pero especialmente estimulante en relación a la complacencia en la marca estilística que desprendía una película tan “diseñada” como Volver.

Es cierto lo que dijo Picasso: un artista siempre pinta la misma manzana. Y la manzana de Almodóvar no es otra que la ley del deseo. De un tiempo a esta parte, el diálogo más intenso, fructífero y revelador que practican sus ficciones es con ellas mismas. Aquí es con Mujeres al borde de un ataque de nervios, explicitada en la subficción “Chicas y maletas”. Si en otras citas almodovarianas se ha impuesto la redundancia o el narcisismo, nos alegra comprobar que Los abrazos rotos sí representa un paso adelante hacia la película definitiva que Almodóvar, como todo gran creador, sigue buscando.

DOS: Sobre el papel, los personajes del film son títeres narrativos que se abren a misteriosas duplicidades y a abismos de identidad, pero bajo el cincel de Almodóvar (probablemente el mejor director de actores del cine actual), los personajes son carne viva, presencia magnética, actores iluminados. Penélope Cruz, Lluìs Homar, Blanca Portillo, Tamar Novas, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Lola Dueñas, Ángela Molina, Alejo Saura, Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave, Kira Miró. Excepto en otras películas del mismo cineasta, no se recuerda un reparto tan equilibrado en el cine español, tampoco unas interpretaciones tan extraordinariamente precisas.

TRES: Lo recuerda Adrian Martin en su libro ¿Qué es el cine moderno? (Uqbar Editores). En una conversación en torno a El desierto rojo entre Godard y Antonioni, que tuvo lugar en 1964, el estudiante francés proponía al maestro italiano que “el drama ya no es psicológico, sino plástico”. Antonioni respondía que “es lo mismo”.

El ímpetu plástico en las imágenes almodovarianas es apabullante. En las ocasiones en que el espectador ha sido expulsado de uno de sus relatos (si no ha sintonizado con él), posiblemente ha podido regocijarse en la carga estética del film. Sabemos que, más allá de su anecdotario de errores y vacíos, una película puede justificarse con una sola imagen. Los abrazos rotos se reserva al menos dos conmociones, dos instantes memorables, de una intensidad asombrosa (una escena y una imagen), que ingresan entre los momentos más líricos de toda la poética almodovariana. Pertenecen además a dos escenas nucleares en el desarrollo narrativo y psicológico del drama y ambas, significativamente, ponen en forma los sentimientos de los personajes sobre una pantalla dentro de la pantalla. En la primera, Lena (Penélope Cruz) se dobla a sí misma sobre la proyección de unas imágenes mudas. Un enorme hallazgo de construcción dramática que emerge como vehículo de confesión y traición amorosa. La segunda (unas manos palpando una pantalla de televisión) es el resultado iconográfico de combinar la invocación rosselliniana en el corazón del film con el blow up de un último beso. De las esencias de Rossellini y Antonioni surge la poderosa imagen que sintetiza la tragedia de Los abrazos rotos.

Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 21. Marzo 2009 


viernes, 6 de marzo de 2009

'Gran Torino' de Clint Eastwood




Como un crepúsculo

Hay algo en las grandes películas testamentarias que escapa a los juicios cinematográficos. La corriente del film transborda el caudal fílmico y se convierte en una expresión íntima y desnuda, atravesada por imágenes de despedida que quedan impresionadas a fuego en la retina. No olvidamos el último gesto fílmico de Antonioni, cruzando la catedral de San Pietro en el limbo digital de Lo sguardo di Michelangelo (2004); o el plano final de Robert Altman en El último show (A Praire Home Companion, 2006), nada menos que un ángel blanco de la muerte atravesando la cámara; tampoco el sereno recorrido de una casa habitada por ánimas en Los muertos (The Dead, 1987), la última obra (maestra) de John Huston. Son películas que atesoran el sueño de la lucidez al final del camino. Hay algo arrolladoramente conmovedor en su paz espiritual, en cómo sus autores sentían el final y lo aceptaban sin resistencia. Las películas-testamento imponen la sensación de que asistimos a un bello crepúsculo y nunca queremos que termine. Es lo que pasa con Gran Torino.
Ya desde su primer western, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1976), muchas películas de Eastwood forman un tipo especial de cine necrofílico, dominado por las relaciones entre los muertos y los vivos. En Gran Torino, estas tensiones son especialmente significativas. Clint Eastwood lo ha dejado claro con sus declaraciones. El protagonista de Gran Torino, un inolvidable carcamal llamado Walt Kowalski, representa su última incorporación como actor y por tanto su aparición final en la pantalla. Lo deja todavía más claro en la película: se filma repetidamente como un fantasma surgiendo de las tinieblas, y en el último travelling su cuerpo descansa en un ataúd. En los títulos de cierre, su voz quebrada arrastra con aliento de ultratumba la afligida canción del título que él mismo ha compuesto para el film. En el caso de cualquier otro cineasta, una película como Gran Torino –con toda la “incorrección” que corre por sus venas– no sería tan significativa, pero tratándose de Eastwood, adquiere una posición crucial en diversos frentes. En su dimensión documental, es un conmovedor broche a una carrera interpretativa labrada desde las barricadas del anti-establishment y el individualismo; en el terreno histórico, es el destino lógico de una cierta lectura del mito masculino en el western y el thriller de los últimos cuarenta años, al tiempo que se ofrece como camino de redención y puesta al día de lo que el Eastwood-personaje representa en el imaginario político, social y cultural norteamericano.
El viejo Kowalski es el alma y la carne de Gran Torino. Es un viudo que no soporta a su hijos y nietos, ex veterano de la guerra de Corea y ex trabajador de la fábrica Ford, un gruñón literal, un misántropo, un racista que vive en los suburbios de Detroit en un vecindario poblado de etnias y razas diversas. Las tirantes relaciones con sus vecinos de la etnia Hmong tomarán otra dirección cuando se enfrenta a un grupo de street boys y se transforma en el héroe justiciero de la comunidad, en el mentor de un joven asiático que será el receptor de su legado. No deja de asombrarnos cómo a partir de un guión del novel Nick Schenk, Eastwood –cuyo instinto como “cazador de historias” no se puede poner en duda– construye un personaje que es suma y compendio de su corpus cinematográfico, palimpsesto gestual de una manera intransferible de “ser” y de “estar” en la pantalla. Parecían justificados los rumores de que Clint Eastwood preparaba una suerte de regreso de Harry Callahan, pues hay mucho de Harry el Sucio en Kowalski, pero también de Josey Wales (El fuera de la ley), de Red Stovall (Honkytonk Man), de Tom Highway (El sargento de hierro), de William Munny (Sin perdón), de Frankie Dunn (Million Dollar Baby)… hasta el punto de que el viejo Kowalski deja de ser un mero trasunto eastwoodiano para mostrarse como resumen de su leyenda.
Si en la primera parte, el film lleva los estereotipos del héroe eastwoodiano a un extraño lugar entre la autoparodia y la vindicación de esa leyenda, en el tramo final el film bascula hacia la gravedad, la culpa y la confesión. El pasaje de rito hacia el suicidio que Eastwood hace emprender a Kowlaski, y que sella con las palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece una resonante metáfora, como ha señalado Carlos F. Heredero, del choque de la América de Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, forzado a detonar desde dentro su propia leyenda. Frente a la tragedia que ha provocado el código de la vieja escuela (“Esto no es Corea, señor Kowalski”, le reprende el sacerdote), el mito de Eastwood toma conciencia de que el tiempo ha pasado por encima de él. En el transparente movimiento de regeneración ética de Gran Torino, donde la población multirracial toma por completo el destino del relato (de la nación), resuena la metáfora un país que se abre a una nueva y reconfortante era. A todo crepúsculo le sigue un amanecer.

Plano final de Robert Altman (El último show, 2006)