Es obligado: los juicios formados deben quedar atrás. El cine de Pedro Almodóvar es tan avasalladoramente personal que, frente a él, podemos salir expulsados como si fuéramos una visita indeseable o ser acogidos con los brazos bien abiertos. La mayoría de los espectadores habrá pasado por ambas experiencias frente a una película del manchego. Pero es obligado, insistimos, intentar colocarse con ojos limpios frente a las nuevas imágenes generadas por Almodóvar, lo que no se traduce en olvidar el camino recorrido hasta ahora por el cineasta, sólo en dejarlo un par de horas en cuarentena. Después, parece conveniente tener en cuenta, al menos, tres imponderables frente a las sensaciones y las reflexiones que nos ha despertado el film. UNO: Sus películas siempre mantienen un fluido diálogo con otras artes y otras películas, fantasías propias o ajenas cuyo propósito es encaminar el alcance de sus ficciones hacia puntos de fuga inesperados. DOS: Como cineasta que confía el epicentro de su discurso a la fricción de los cuerpos y el poder de la palabra, el intérprete es su mayor aliado, más incluso que la cámara, que los decorados, que todo el impecable artificio. TRES: Almodóvar, como Lynch, como Fellini, es también un artista plástico que piensa en imágenes. Sus calculadas historias, y la ética (o el cuestionamiento de su necesidad) que las recorre, no deberían desvincularse de su marco estético o de su puesta en escena. La entidad plástica de sus filmes en relación a su desarrollo argumental es totalmente decisiva. Partiendo de estos imponderables a modo de “manual-de-instrucciones-para-pensar-el-cine-de-Almodóvar”, y tras apenas un primer visionado (lo ideal sería al menos dos), anotemos algunas conquistas observadas en Los abrazos rotos, el largometraje número diecisiete de Pedro Almodóvar.
UNO: Michael Powell siempre expresó que la verdadera misión del cine era transformar la realidad física a través de la realidad mental, es decir, fílmica. La obra maestra El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) fue su película-tesis a este respecto. Los abrazos rotos camina en esta dirección: el cine como pantalla curativa, escenario de confesiones y sala de exorcismos. Es probable que la implicación personal del director no esté tan expuesta como en otras de sus ficciones protagonizadas por un personaje que comparte su oficio (pensamos sobre todo en La ley del deseo), pero aparte de que las películas no se juzgan por las simetrías biográficas que contienen, Los abrazos rotos, mediante el cineasta Mateo Blanco / Harry Caine, expresa con depurada limpieza expositiva las múltiples utilidades que ejerce la impregnación de las ficciones en la realidad del artista. Los momentos que Almodóvar hurta del cine que ha quedado cicatrizado en la retina de sus ojos (Los abrazos rotos comienza con el reflejo del director en el ojo del deseo) entran a formar parte activa de su guión. Lejos de exhibirse como parafernalia o digresiones cinéfilas, los préstamos que toma de Los sobornados, El beso de la muerte o Te querré siempre son verdaderos motores del drama.
La depuración que observamos en Los abrazos rotos se hace especialmente patente frente a su película hermana, La mala educación, otro artefacto envuelto en las galas del film noir. Pero en muchos aspectos, este nuevo film es el positivado de aquél. Si el viaje a los rincones oscuros de su infancia planeaba con laconismo sobre los resortes del giallo, en Los abrazos rotos Almodóvar logra que los elementos de la serie negra fluyan con naturalidad en el interior de su discurso iconoclasta en torno a los cuerpos y el arrebato que los destruye. Vuelve a acreditar Almodóvar así su creciente importancia como investigador de las dinámicas de las ficciones. El guión, estructurado con propensión a las simetrías, pasea con orgullo su polisemia (de los estragos de la ceguera pasional a las relaciones paterno-filiales), su profusión de saltos temporales (el film se desarrolla en 1992, 1994 y 2008) y sus ficciones centrífugas. El espectáculo de prestidigitación narrativa, admirable, representa un verdadero salto al vacío, como si, en paralelo con el cineasta invidente que protagoniza su nueva ficción, Almodóvar también fabulara en la oscuridad. Es un gesto creativo cuyo riesgo no es lógicamente inmune a los desmayos y las caídas (que las hay), pero especialmente estimulante en relación a la complacencia en la marca estilística que desprendía una película tan “diseñada” como Volver.
Es cierto lo que dijo Picasso: un artista siempre pinta la misma manzana. Y la manzana de Almodóvar no es otra que la ley del deseo. De un tiempo a esta parte, el diálogo más intenso, fructífero y revelador que practican sus ficciones es con ellas mismas. Aquí es con Mujeres al borde de un ataque de nervios, explicitada en la subficción “Chicas y maletas”. Si en otras citas almodovarianas se ha impuesto la redundancia o el narcisismo, nos alegra comprobar que Los abrazos rotos sí representa un paso adelante hacia la película definitiva que Almodóvar, como todo gran creador, sigue buscando.
DOS: Sobre el papel, los personajes del film son títeres narrativos que se abren a misteriosas duplicidades y a abismos de identidad, pero bajo el cincel de Almodóvar (probablemente el mejor director de actores del cine actual), los personajes son carne viva, presencia magnética, actores iluminados. Penélope Cruz, Lluìs Homar, Blanca Portillo, Tamar Novas, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Lola Dueñas, Ángela Molina, Alejo Saura, Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave, Kira Miró. Excepto en otras películas del mismo cineasta, no se recuerda un reparto tan equilibrado en el cine español, tampoco unas interpretaciones tan extraordinariamente precisas.
TRES: Lo recuerda Adrian Martin en su libro ¿Qué es el cine moderno? (Uqbar Editores). En una conversación en torno a El desierto rojo entre Godard y Antonioni, que tuvo lugar en 1964, el estudiante francés proponía al maestro italiano que “el drama ya no es psicológico, sino plástico”. Antonioni respondía que “es lo mismo”.
El ímpetu plástico en las imágenes almodovarianas es apabullante. En las ocasiones en que el espectador ha sido expulsado de uno de sus relatos (si no ha sintonizado con él), posiblemente ha podido regocijarse en la carga estética del film. Sabemos que, más allá de su anecdotario de errores y vacíos, una película puede justificarse con una sola imagen. Los abrazos rotos se reserva al menos dos conmociones, dos instantes memorables, de una intensidad asombrosa (una escena y una imagen), que ingresan entre los momentos más líricos de toda la poética almodovariana. Pertenecen además a dos escenas nucleares en el desarrollo narrativo y psicológico del drama y ambas, significativamente, ponen en forma los sentimientos de los personajes sobre una pantalla dentro de la pantalla. En la primera, Lena (Penélope Cruz) se dobla a sí misma sobre la proyección de unas imágenes mudas. Un enorme hallazgo de construcción dramática que emerge como vehículo de confesión y traición amorosa. La segunda (unas manos palpando una pantalla de televisión) es el resultado iconográfico de combinar la invocación rosselliniana en el corazón del film con el blow up de un último beso. De las esencias de Rossellini y Antonioni surge la poderosa imagen que sintetiza la tragedia de Los abrazos rotos.
Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 21. Marzo 2009