La reinvención de la identidad
Es la historia de un encuentro y un descubrimiento. O también, de una fuga y su revelación. Un descubrimiento –el de Ann viendo cómo su pareja besa a otra mujer– y un encuentro –el de Ann con Georges, amigos de infancia– que transcurre en el mismo espacio y el mismo momento. Extrañamente, la película arranca en el catalizador del personaje protagonista, y las consecuencias se irán desvelando poco a poco, como si fuera un thriller de las emociones. De ahí la tensión que establece la ominosa y amenazante partitura de Bruno Coulais en los primeros compases de Villa Amalia, a modo de alerta. Ann decide entonces dejarlo todo atrás: su carrera como pianista de éxito, su pareja, su apartamento, su coche… su vida. Y en su huida ha encontrado un confidente, Georges, que despierta en ella recuerdos de una vida olvidada, enterrada quizá con la memoria de un padre que la abandonó y un hermano que murió de niño. Son los mimbres de un melodrama, sí, los de la novela homónima de Pascal Quignard, pero tocados con la sutileza, la emoción y el misterio que Benoit Jacquot sabe arrancar de las imágenes. Entre ambos creadores también se produjo un encuentro y una revelación.
“Pascal Quignard, al que conozco desde hace años y con quien había evocado la idea de hacer algo juntos, me envió Villa Amalia antes de su publicación –recuerda Benoit Jacquot–. Sólo leyendo las palabras de la contraportada, ya supe que existía una posibilidad”. Esas palabras describían el aislamiento de una mujer frente al oleaje del mar, en busca de sí misma. La protagonista de la novela compartía el mismo recorrido existencial de las diversas mujeres que han protagonizado las películas anteriores de Jacquot, cineasta de una obsesión temática, la de las crónicas de huidas femeninas, que ha abordado en diversas variantes en sus filmes La Desenchantée (1990), La Fille seule (1996), Le Septième ciel (1997) y L’Intouchable (2006). Era como si Quignard –uno de los prosistas más interesantes de la literatura francesa contemporánea, ganador del premio Goncourt por Les Ombres errantes (2002)– hubiera escrito Villa Amalia sólo para que su amigo Jacquot –a su vez uno de los cineastas galos más llamativos, a quien la Cinemathèque Française le ha dedicado una retrospectiva completa– la trasladara a la pantalla. Aparte del proceso de transformación interior que describe la novela, ésta también recoge uno de los temas esenciales en la obra de Guignard, el silencio creativo del artista. Anna trata de redimirse componiendo música, para darse cuenta de que la redención no pasa por la creación artística, sino por la creación de una nueva identidad.
Tanto dentro como fuera del relato, Villa Amalia se ha cimentado entonces sobre intenciones y pulsiones auténticas. Puede que de esa “verdad” proceda el misterio genuino que recorre un film que fácilmente podría haber caído presa del academicismo, si bien toma el vuelo hacia lugares más insospechados, más poéticos y desafiantes. El factor decisivo de esa densidad emocional que se va a apoderando poco a poco de la película es la correspondencia absoluta entre lo que el propio Jacquot ha llamado “geografía íntima y geografía física” del film, es decir, la relación que se establece entre lo que acontece dentro de Ann y el paisaje que la rodea. Como ocurre siempre en el gran cine, todo se reduce a una cuestión de puesta en escena, a la creación de un mundo. “Ya lo había experimentado en otras de mis películas, que estaban organizadas en torno a una figura femenina y a una trayectoria a la vez mental y espacial”, explica Jacquot. Ahí es donde entra en juego el talento del cineasta para expresar en imágenes el viaje interior de su protagonista, que no en vano se disfraza bajo la piel de una sublime Isabelle Huppert –en la quinta ocasión que ruedan juntos–, ofreciendo un auténtico recital de introspección interpretativa, extrayendo sus sentimientos con la misma clase de sutileza con que el film va desplegando sus emociones secretas.
En el proceso de borrado de identidad de Ann, la película da prioridad a los interiores –Ann vaciando el apartamento como si vaciara su vida–, los silencios y los tiempos muertos, el tránsito reflexivo. Jacquot evoca una cierta poética que recuerda a la claustrofóbica intimidad de Kieslowksi. El film se abre después al exterior, a la luz del sol napolitano, cuando Ann emprende un viaje por Europa y recala en la isla de Ischia. “Para encontrarse con uno mismo, hay que pasar por el mundo. Eso es lo que cuenta la película”, afirma el director. La fascinación sensitiva que ejerce el paisaje italiano sobre la cámara de Jacquot, el modo en que éste filma la belleza del entorno y la placidez de un océano en el que Ann literalmente renace, juega un papel esencial en el propósito del film, que pasa más por hacernos sentir que por hacernos entender lo que ocurre en el universo interior de Ann. De hecho, ese proceso de exploración fue el mismo que emprendió la propia actriz durante el rodaje: “Pocas veces he tenido, haciendo una película, esa sensación de tener tan poco conocimiento sobre lo que hacía…”, ha explicado Huppert. Jacquot lo ratifica: “Teníamos la sensación de dejarnos llevar por la película. Literalmente, no sabíamos lo que hacíamos. Quizá es como haber entrado en un sueño, en el sueño del film”.
Lo que le interesa a Jacquot no es exactamente filmar acciones, sino sobre todo estados de ánimo. “La película busca más lo sensitivo que lo introspectivo o lo psicológico”, sostiene el cineasta. El viaje de Ann no es sólo una exploración interior sino también un tránsito hedonista en el que se abre a nuevas experiencias con las que se reinventa como persona. La amplitud del espacio íntimo se traduce en el modo en que los planos se abren al mundo. Los últimos quince minutos del film, en los que se precipitan acontecimientos inesperados, nos muestran el absoluto dominio del timming narrativo en manos de Jacquot, quien hace converger la forma y el fondo del relato con absoluta precisión, introduciendo rupturas de guión, cambios de tono y de puntos de vista que no hacen más que sorprender al espectador para transmitirle la riqueza sensorial de lo que narra. En íntima colaboración, Jacquot y Huppert han convocado en Villa Amalia el milagro de un cine aparentemente sencillo y ligero, pero de una complejidad interior absolutamente inusual. Una conquista cinematográfica que no debería pasar desapercibida.
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