Digresiones en torno a (algunos)
cuerpos y espíritus
El cuerpo
Se abre el telón. La condesa de Landsfeld, perdido el honor, es objeto de escarnio y pleitesía. Ella, cuya belleza y malas artes arruinaron a monarcas y millonarios de todo el mundo (así lo asegura el maestro de ceremonias), es expuesta como un maniquí, encerrada en una jaula, en el circo de Nueva Orléans. El plano frontal nace cerca de su rostro, impávido, resignado, solitario, de una belleza decadente. La cámara se aleja de ella, el plano va mostrando dos largas colas de ciudadanos anónimos acercándose en procesión. Han pagado un dólar y, por un instante, pueden ver de cerca, incluso besar la mano, de un mito sexual, la más perversa y fascinante de las mujeres de una época extinguida. Se cierra el telón.
[“Lola Montes” (1956), Max Ophüls]
I.
El estrellato de Martine Carol fue breve y terminó trágicamente. Sólo pudo disfrutarlo durante los primeros años cincuenta, después de una labrada carrera en el teatro y como diosa pin-up de la posguerra. En 1956, una rubia llamada Brigitte Bardot irrumpió como un huracán en una película dirigida por su marido que borró de un plumazo todos los cuerpos precedentes en las pantallas del cine francés. El título, irónico, Y Dios creó a la mujer. La irrupción de la Bardot fue la verdadera extinción de Martine Carol. Lo que vino después –las drogas, los fracasos amorosos y profesionales, un fatal accidente y una muerte en turbias circunstancias–, fue la tragedia extendida de una vida truncada a los 46 años de edad. Al poco de aparecer muerta sumergida en una bañera de un hotel de Mónaco, se estrenó su último film, una producción británica que llevaba cuatro años durmiendo en el limbo. Su título, no menos irónico, Hell is Empty.
Tan sólo unos meses, en 1956, separan el estreno de Lola Montes (Max Ophüls) de Y Dios… creó a la mujer (Roger Vadim). O lo que es lo mismo: tan sólo unos meses separan el final de Martine Carol del nacimiento de Brigitte Bardot. En ese período de tiempo, algo extraordinario aconteció en el cine francés. Si el último film de Max Ophüls retrata el modo en que un cuerpo objeto de escándalo burgués deviene en una atracción de feria, el primer film de Roger Vadim convierte el escándalo en celebración. Ambos tienen algo en común: la sublimación de la carne en la pantalla, aquello a lo que el crítico Jean Douchet se ha referido como “el comienzo de la dramaturgia cinematográfica en torno al cuerpo”. Si, como podemos pensar, en el cine americano la mujer siempre ha sido el cuerpo y en el cine europeo el espíritu –Marilyn Monroe y Rita Hayworth en contraste con Monica Vitti y Anna Karina–, sublimaciones ambas del deseo masculino, en dos películas que se postulan como los precedentes inmediatos de la “Nouvelle Vague”, el cuerpo toma el mando de su discurso, lo monopoliza.
La jugada maestra de Ophüls no consistió en que Martine Carol interpretara a Lola Montes sino que Lola Montes desempeñara el papel de Martine Carol. El personaje histórico español cuya belleza arrastró a la perdición a tantos hombres relevantes se apropia del cuerpo de una actriz francesa. Escribió el joven François Truffaut en su crítica de Lola Montes que el empleo de la sex-symbol Martine Carol en el film dota a su interpretación de una “verdad más verdadera” (“verité plus vraie”), debido al claro paralelismo entre el propio trayecto existencial de Lola Montes, mujer audaz que deviene en símbolo sexual, con el cuerpo que toma prestado en el último film de Ophüls. A pesar de la frialdad pasional con la que el personaje parece atravesar todas las fases de su azarosa vida sentimental, la interpretación desapegada, bressoniana, de Carol –tan cara para el cine de la Nouvelle Vague– está determinada por ese plus de verosimilitud que lleva inscrita su sola presencia, fotografiada en color y scope. Un concepto esencial se abría paso para el futuro del cine: no se trataba ya sólo de ver en la imagen, sino de ver detrás de la imagen.
Este “sentido de la verdad” en las interpretaciones, de sus correspondencias con la realidad (a una biografía o a una actitud), es el que equiparaba entonces a aquellos directores que los críticos de Cahiers du cinéma salvaron de la pira fúnebre de “una cierta tendencia del cine francés”. Como Renoir, Bresson, Cocteau, Melville, Becker, Pagnol..., que compartían un multiforme “respeto por la realidad filmada”, los futuros autores de la “Nouvelle Vague” encontraron en la existencia del cuerpo el objeto de su dramaturgia. “Los cuerpos conducen el guión, guían la puesta en escena. El sujeto impone, finalmente, el estilo del film”, escribe Jean Douchet. Hasta entonces, los actores célebres del cine galo, los galanes y las divas moldeados en la tradición de la “qualité française” –las Darrieux, las Morgan, las Presle, los Fernandel, los Brasseur, los Gabin–, eran esclavos de un lenguaje corporal en un mundo mediocre y cerrado, de actitudes y cuerpos encorsetados. Asfixiados en un mar de hipocresía, poco de auténtico podían ofrecer al ojo de la cámara. El telón que cierra la última secuencia de Lola Montes pone fin a la representación de una época y de su mito femenino. Los dramas sumergidos “en un juego de afectación teatral, de posturas y gesticulaciones académicas” (de nuevo Douchet) darían paso a la corporeidad palpable y la psicología etérea, que pudieran recoger el ímpetu desestabilizador de la nueva condición humana, desolada y aislada, que se abría paso en el marco de la posguerra. El realismo corporal, y no el realismo psicológico, sería el nuevo testimonio para una nueva era.
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Escena I. Unos pies femeninos asoman por detrás de una sábana blanca tendida al sol. Corte al otro lado de la sábana. En el inferior del plano, el cuerpo desnudo de una rubia tumbada boca abajo, los pies apuntando al cielo. En la sábana blanca, se perfila la silueta de un hombre, que permanece de pie, al otro lado.
[“Y Dios… creó a la mujer” (1956), Roger Vadim]
Escena II. Siete años después. La misma rubia, en la misma postura, acostada desnuda junto a un hombre. Camille interroga a su marido, Paul, por la belleza de su cuerpo. El cineasta fotografía en primer plano las curvas de Camille bajo una intensa luz roja, que luego vira bruscamente a amarillo, después torna azul. Paul permanece en segunda línea del plano, en la penumbra del dormitorio. En un determinado instante, subrayado por la música dramática de Georges Deleure, la cámara se acerca al cuerpo de la Bardot con el deseo de acariciarla.
[“El desprecio” (1963), Jean-Luc Godard]
II.
Al contrario que Jean-Luc Godard en El desprecio (1963), Briggite Bardot fue filmada como un mero objeto de deseo por Roger Vadim. En las escenas que abren Y Dios creó a la mujer y El desprecio se cifra una suerte de trayecto erótico de la “Nouvelle Vague”. El deseo del cuerpo había bajado de su pedestal, dejó de formar parte de un mundo prohibido o escondido, para mostrarse con todas sus imperfecciones humanas, con la lógica caprichosa y vulnerable de la realidad. Si Y Dios creó... era un film sobre la batalla por la conquista del cuerpo, El desprecio es una película sobre la creación cinematográfica a través de ese cuerpo, de cómo la imagen registra ese mismo organismo después de su liberación, transido de tragedia. En la escena medular del film en el apartamento de la pareja, los cuerpos de la Bardot y de Michel Piccoli practican una danza de aproximaciones y alejamientos acentuados por el scope, de caricias y raptos de amargura, que ilustra por sí solo el contenido dramático de la larga secuencia. Podríamos verla muda y penetraríamos del mismo modo en la tribulación emocional que consume a los amantes. Pero hay algo más fascinante en esta escena: los movimientos de la Bardot. La actriz se pasea por el apartamento durante más de veinte minutos con una debilidad que está muy lejos de la sensualidad inalcanzable exhibida siete años atrás. Al contrario de la insolencia que exteriorizaba en cada plano de Y Dios creó..., ahora su sensualidad es insegura, frágil, como si temiera por algo. “El arte es eso por lo que la forma se vuelve humana”, diría años después Godard.
Escribió Antoine de Baecque que la irrupción en la pantalla de Brigitte Bardot significó “la conciencia de la visión del cuerpo moderno”. Existía el deseo latente por una imagen deslumbrante, por un espíritu que todos, incluido el general De Gaulle, reconocieron encarnado en la Bardot. En Vida privada (1962), Louis Malle dejaría constancia, a medio camino entre la ficción y el documental, de ese trayecto de BB hacia su consagración como mito sexual. Cuando un año después Godard, que en lugar de trabajar con estrellas prefería generalmente fabricarlas, puso su radar en la rubia más popular después de Marilyn, fue para que toda la película girara en torno a ella y lo que representaba. Es como si los cineastas de la Nouelle Vague ya sospecharan entonces de la falacia del “Método” que por entonces hacía estragos en Hollywood, según el cual todo actor lleva dentro cualquier personaje. Ahí están los naufragios de James Dean y Marilyn Monroe en su busca ensimismada de lo que no existe (lo que queda son sus rostros y cuerpos), o las estériles dramatizaciones de Marlon Brando. Como Martine Carol en el espejo de Lola Montes, la Bardot no se convirtió en Camille sino que Camille se convirtió en la Bardot en El desprecio. BB fue ella misma de igual modo que Godard pidió a Fritz Lang que fuera Fritz Lang. En esos momentos, como nos recuerda Paparazzi, el documental que realizó Jacques Rozier durante el rodaje de El desprecio en Capri, Bardot era la chica más fotografiada del mundo. Godard tomó su fotografía del “cuerpo moderno” en una película que, como todas las anteriores, seguía siendo una película sobre la Mujer según Godard. Repitiendo prácticamente las mismas líneas de diálogo que le hizo recitar a Jean Seberg delante del espejo en Al final de la escapada (1959) y a Anna Karina en Une femme est une femme (1961), BB se interroga sobre el efecto de su belleza en su marido, en los hombres, al tiempo que Godard inquiere a los espectadores sobre ese mismo efecto. Y su cámara se acerca con un preciso, vibrante, suave movimiento, para poseerla.
La posesión desbordó en muchos casos los límites del plano. Pero aquí no hablamos de contigüidad física fuera de la pantalla (lo haremos más adelante), sino de una posesión estrictamente delimitada por el territorio del cine, fantasmagórica, por lo tanto. Una posesión que tiene mucho que ver con el affiche de Un verano con Mónica (1952) que arrancan Antoine y René de la pared de un cine en Los 400 golpes (1959). En ese hurto de contenido autobiográfico, Truffaut no sólo celebra una infancia atravesada de fetichismo cinéfilo, sino el despertar del cuerpo en la pantalla cinematográfica. El modo en que Ingmar Bergman filmó la voluptuosidad de Harriet Anderson cautivó a los jóvenes turcos por significar otro de esos instantes seminales en los que el físico de los actores tomaba el poder psicológico del cine. Varias películas tomaron entonces esta noción como principal desafío, desde Les Bonnes femmes (1960) de Chabrol –donde Bernardette Lafont, Clotilde Joane, Stéphane Audran y Lucile Saint-Simon son filmadas con venenoso erotismo– a Cléo, de 5 a 7 (1962), donde los planos ensimismados a Florence expresan el embrujo de Angés Vardá ante la belleza clásica de Corinne Marchand, y Vivre sa vie (1962) de Godard, quien urde la más hermosa declaración de amor por su compañera Anna Karina; y aún continuarían haciéndolo, incluso con mayor obstinación, cuando la etapa clásica del movimiento había quedado atrás, como el propio Truffaut en torno al cuerpo de Bernardette Lafont en Une belle fille comme moi (1972)¸ arquetipo de la mujer liberada y sin prejuicios. Por el ojo de la cerradura se asoma Chabrol en À double tour (1960) para espiar el desnudo de Lafont, la figura más “italiana” de las bellezas Nouvelle Vague, en un film donde la distancia con que se registra a los actores establece su crucial metamorfosis de la comedia a la tragedia.
Los actores, como la imagen fílmica, se fueron eximiendo progresivamente de las convenciones y los sistemas imperantes (sociales y cinematográficos), del mismo modo que lo hicieron sus cuerpos en la pantalla, y, sobre todo, la revelación y relevancia sexual de estos en las películas. La importancia de un film como Les amants (1958; Louis Malle) y el escándalo que despertó en el Festival de Venecia, parece crucial para entender esta corriente de liberación que se propagaría velozmente por los nuevos cines. La ética del film camina en función del dilatado arrebato pasional de su protagonista, inolvidable Jeanne Morreau, cuya belleza huidiza reúne al completo el vigor carnal de la nueva ola francesa. La vibración de los cuerpos se abre paso en el film como si éste se hubiera ido desnudando silenciosamente, en la medida en que los amantes se descubren, un proceso que adoptarían también, rigurosamente, Truffaut en Las dos inglesas y el amor (1972) y Pascale Ferran en Lady Chatterley (2008). Después de más de una hora aprisionado en el tedio burgués, la pasión arrebata a Jenne Morreau y Jean-Marc Bory y la película de Malle se encierra con ellos en el dormitorio para desprenderse de todas sus ataduras. Alain Resnais encerraría también a sus amantes crucificados en el limbo amoroso de Hiroshima, mon amour (1959), abriendo a través de sus cuerpos y miradas los abismos de la memoria. El amor físico no se diferencia del desgarro interior, el aspecto carnal no puede separarse de los sentimientos.
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Ext. Noche. Sale de un bar una mujer sin edad definida, podría estar tanto en sus treinta como en sus cuarenta. Camina dubitativa hacia cámara. La imagen ligeramente desenfocada se vuelve nítida cuando el plano general se convierte en primer plano. Desolación en el rostro. La atmósfera sonora la proporciona Miles Davis. La mujer inicia un paseo sin rumbo por la noche de París. Un largo travelling lateral la persigue, hablando sola, dejando atrás los escaparates. Rodeada de coches, absorbida por el pulso de la ciudad, cruza la calle como anestesiada. Su rostro no está maquillado, su pelo lo despeina el viento, vaga sin rumbo fijo, en busca de Julien.
[“Ascensor para el cadalso” (1957), Louis Malle]
III.
Es difícil escapar de la palabra naturalismo y sus variantes –desde normalidad a vulgaridad– cuando se habla del nuevo tipo de actor que modeló la “Nouvelle Vague”. Con la explosión corporal en la pantalla, se pretende hacer tabula rasa respecto al cine precedente y por lo tanto respecto a las interpretaciones que formularon ese cine y al aura de deidad que emanaba de los actores en la pantalla, como si fueran seres intocables. Fueron necesarias nuevas interpretaciones para construir las nuevas convenciones sociales. El actor se mueve ahora dentro del plano con renovada libertad, fotografiado desde múltiples e inesperados ángulos, enmarcado por espejos y reencuadres, sorprendidos y espiados desde todos los puntos de vista y distancias posibles, en las calles y en los dormitorios, en cafés y en coches en marcha. Frente a las desprejuiciadas aproximaciones de los cineastas a sus intérpretes, el actor parece perder la facultad de engañar a la cámara, su mirada tiende a ser transparente, espontánea.
No debería importarnos si la libertad de los actores es consecuencia de su inexperiencia más que de una opción “rosselliniana” de los directores, si es el resultado de optar por un cine que imponía marcas y límites gestuales o de un cine más abierto a las injerencias de la vida, pues de ambos se alimentó la “Nouvelle Vague”. Si algo llamaba la atención en Los cuatrocientos golpes aparte de la consistencia de la puesta en escena, era la dirección de los actores, donde se percibe el realismo desarrollado por Renoir, tendente a destilar los pequeños acontecimientos de la rutina diaria, en la plenitud vital que exprime de los personajes, especialmente del jovencísimo Jean-Pierre Léaud en su primera encarnación de Antoine Doinel. El deambular nocturno de Florence por las calles parisinas en Ascensor para el cadalso (1958) también nos muestra a una actriz cuya presencia supura realidad: Jeanne Morreau aparece despreocupada de su imagen, devorada por las sombras y los desenfoques. Es como si Malle hubiera querido mantener la tensión entre retratar la dignidad y también el patetismo de su personaje. “Estoy horrible o estoy loca”, dice la actriz en un momento dado de la película.
Pocos personajes se ofrecen como paradigma del paisaje humano de la Nouvelle Vague como la Catherine que camina sobre el alambre entre Jules (Oskar Werner) y Jim (Henrie Serre). Su semblante y su actitud recogen toda la magia y la belleza del tercer largometraje de Truffaut. Ella es esa mujer fuerte, inteligente, nerviosa, voluble, sexual que nos cautiva por su actitud extravagante, producto de una interpretación vaciada de toda psicología clásica, la que supuestamente debería impulsar la evolución dramática de los personajes. En sus formas de hablar, de moverse, hay más automatismo que otra cosa: recita sin decir, ejecuta sin detenerse. Como asegura Jules, “es una fuerza de la naturaleza que se expresa con el cataclismo”. Al salir del teatro, Jules y Jim discuten en la calle sobre la carencia de psicología sexual en la representación que acaban de ver sobre el escenario. En ese mismo instante, Catherine salta al Sena. Sin avisos, sin señales, sin psicología. Nada parece justificar su comportamiento, nada al menos que la película haya sentido la necesidad de mostrarnos.
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Ext. Día. En una plaza parisina como un anfiteatro romano, una troupe de teatro ensaya el Pericles de Shakespeare. La joven actriz, en el centro del escenario, recita sin afectación sus versos. “¿Es el viento del oeste el que sopla?”. “¡El viento del sudoeste!”, corrige el director, a pie de escenario. “Cuando nací soplaba viento del norte….”. El actor que debe dar la réplica interrumpe. Dice que no puede seguir sin un ventilador. Un asistente se acerca con un cartón y lo agita simulando el viento. El director le expulsa: “El viento y el sonido es lo de menos”. Al final de la secuencia, una misteriosa mujer sentada en las gradas le aconseja a la actriz que se ciña al texto y al director que arregle la escena con música.
[“Paris nous appartient” (1958-1961), Jacques Rivette]
IV.
La política de autores también tuvo su política de actores. En aras de la autenticidad en la pantalla que pedía a gritos la Nouvelle Vague, se enraizaba un discurso de no profesionalismo que, quizá por encima de cualquier otro oficio cinematográfico, se exigía principalmente de los actores. Si casi era un requisito indispensable el empleo de rostros nuevos para el común de los espectadores –regla que se rompía una y otra vez–, más esencial era que la pantalla no descubriera a los intérpretes actuando, que no delataran formación o perfeccionismo. En Paris nous appartient, la joven protagonista Anne, interpretada por Betty Schneider, da vida a una no actriz que se convierte en actriz por accidente. ¿Y no es este tipo de leyendas las que hicieron posible la Nouvelle Vague? En su primer largometraje, Rivette ya introduce el teatro como uno de los mecanismos de representación cruciales en su filmografía. Es asombrosa la paradoja que pone en marcha el film, mediante composiciones de gestualidad y dicción teatral inmersas en la dinámica de un ágil montaje cut-off, con cortes en el mismo plano y constantes cambios de raccord.
Aparte de la evidente analogía que arroja Paris nous appartient entre las dificultades de producción a las que se enfrenta una compañía de teatro de aficionados y la precariedad de medios que llevaba como seña de identidad el nuevo cine, el universo teatral juega un papel más relevante. Rivette no sólo emplea la función que pone en escena un grupo de teatro como recurso narrativo (Pericles, como Paris nous appartient, es la investigación de un misterio), sino también para evidenciar el juego de ficciones internas que se suceden en el film mediante un complejo entrelazado de historias. En el núcleo de esta dinámica de abstracciones, son los actores quienes, como el espectador, intentan abrirse paso en la película. Pero el único modo de seguir un misterio es quizá verse envuelto en él. La relación de Rivette con sus actores es especialmente compleja. Al igual que los personajes ensayando la función en cualquier sitio posible, Rivette trabaja con ellos de modo que vayan ajustando sus personajes a escenarios no predeterminados, a tramas no anunciadas, a diálogos cambiantes. “Para mí el personaje siempre tiene que ver con el actor, puesto que la relación no pasa por una ficción escrita de antemano, sino por una ficción que se crea al mismo tiempo en el rodaje”. Al terminar Out 1 (1971), el actor Jean-Pierre Leaúd denunció “los métodos vampíricos y sádicos de Rivette”, evidenciando acaso la necesidad del cineasta de trabajar con cuerpos y espíritus no curtidos, que él mismo pudiera modelar como literalmente modelaría años después a Emmanuelle Beárt en La bella mentirosa (1991).
Truffaut desmonta por sí solo el tópico de que los autores de la nueva ola sólo trabajaban con intérpretes aficionados o inexpertos. Aparte de los frecuentes colaboradores de su productora Corrosse, a los que el cineasta solía confiar papeles secundarios (como John Ford con su familia de intérpretes), no recurría más que a actores profesionales. Era de la teoría de que el realismo en la pantalla (y sus películas nunca fueron realistas en grado extremo, no al menos como son las de Eric Rohmer) sólo podía obtenerse con actores, y que precisamente se recurre a ellos “para poder pedirles que hagan cosas que no se hacen en la vida”. Cuando Jeanne Morreau personifica la imagen de los primeros filmes de Malle, ya presumía de ser la alumna preferida de un maestro del Conservatoire. Son varios los intérpretes del espectro Nouvelle Vague que ya habían adquirido popularidad o tenían una formación académica antes de intervenir en las películas de los jóvenes cineastas: Jean Seberg –que llegó a Godard vía Otto Preminger–, Julie Christie, Michel Piccolli, Catherine Denueve, Charles Aznavour, Eddie Constantine –al que le precedía una fama labrada en thrillers de serie B–, Françoise Brione y Delphine Seyrig –que se habían formado en el Actor’s Studio de Nueva York–, Emmanuelle Riva –quien era ya una consagrada actriz de la escena francesa cuando protagonizó Hiroshima, mon amour–, y un largo etcétera. En todo caso, un nuevo estrellato surge de las nuevas creaciones. Si somos estrictos, apenas dos actores que se formaron exclusivamente en filmes de la Nouvelle Vague se convirtieron en verdaderas celebridades de la pantalla: Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmondo. Pero el verdadero impacto debe medirse en términos del tipo de gloria que crearon, una suerte de popularidad avivada por el prestigio, lo que podríamos llamar “la estrella cinéfila”. Esta raza de actores, prácticamente exclusiva del cine europeo, colecciona premios y reconocimientos en lugar de taquillazos.
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El espíritu
En el genérico de apertura, el cineasta habla: “Durante seis meses he seguido a un pequeño grupo de inmigrados nigerianos en Treichville, barrio periférico de Abidjan. Les propuse hacer una película en la que interpretaran su propio papel en la que tendrían el derecho de decir y hacer lo que quisieran. Así improvisamos esta película”. De los planos documentales del pulso de vida en la villa africana, las imágenes fijan su mirada en dos jóvenes negros. Continúa el cineasta: “Uno de ellos, Eddie Constantine, fue tan fiel a su personaje, Lemmy Caution, agente federal americano, que fue condenado a tres meses de cárcel durante el rodaje. Para el otro, Edward G. Robinson, la película se convirtió en el espejo donde se descubre a sí mismo”.
[“Moi, un noir” (1958), Jean Rouch]
V.
Hay un deseo por vivir en el cine. De ello no sólo habla el fetichismo cinéfilo que determina muchos repartos. Si las películas querían por un lado emplear la técnica fílmica para hacer cine como si lo estuvieran inventando, no evitaban dejar clara su deuda existencial con la historia y los rostros del arte cinematográfico. Una deuda que saldaron constantemente a través de los actores. Jean-Paul Belmondo, que para Truffaut era el actor más completo de Europa (“síntesis increíble de Jean Gabin y Jean Pierre Léaud, de tradición y de modernidad”, decía), es un remedo francés de Humphrey Bogart, y los largos planos-secuencia que le siguen, pegados a su físico, en su debut Al final de la escapada, parecen ejecutados con la conciencia de estar fabricando un icono. Es la necesidad de la creación de una mitología como verdadero pulsómetro del alcance de su revolución artística. El código de los dedos en los labios es la sublimación del gesto “bogartiano”, un gesto que evidencia la condición eminentemente cinematográfica del primer largometraje de Godard, donde los comportamientos, las muecas, las expresiones y los movimientos de los actores contienen el discurso dramático del film.
El famoso aforismo de Godard según el cual con una pistola y una chica se hace una película es tomado al pie de la letra en muchas más ocasiones de las que pudiera parecer. En Ascensor para el cadalso, Louis Malle se inventa dos personajes (Georges Poujouly en el papel de Louis y Yori Bertin en el de Veronique) cuyo único impulso es ocupar el papel de unos típicos antihéroes del cine negro americano. Mucho más comprometida con los códigos del cine negro, hasta hacer de la causa el corazón de sus formas, se postula Tirez sur le pianiste (1960). Auténtico manifiesto de la “Nouvelle Vague” junto a Al final de la escapada, esta apasionante película toma las formas de un sugerente signo de interrogación: con su orgía de géneros y subversión formal, se pregunta desde dentro qué es el cine en la misma medida en que se cuestiona qué es un actor y cómo debe ser filmado.
Godard, siempre Godard, había aportado unos años antes una de las claves a esta respuesta en su memorable crítica en las páginas de “Cahiers du cinéma” a Moi, un noir (1958). El film de Jean Rouch se ofrece como espejo de lo que verdaderamente es un actor, en “el sentido más simple del término, por el simple hecho de ser filmados en acción”, al convertir a los habitantes de la población nigeriana de Treichville en personajes que exhiben nombres como Edward G. Robinson, Dorothy Lamour o Tarzán. Una estrategia de alteridad que, entre otras opciones estructurales –como dar testimonio de la juventud africana atrapada entre la tradición y el mundo moderno mediante una crónica que convierte a los seres en tipologías del film noir: el agente federal, el boxeador, el delincuente, la prostituta...–, resuelve su dilema entre el deber estético de rodar una ficción o el deber moral de filmar un documental. El actor encuentra su fuga hacia la pantalla en los intersticios de lo que existe y lo que es convocado.
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Una hermosa mujer, en una terraza. Mira a cámara. En voice-over susurrada, el cineasta la describe. Se llama Marina Vlady: “Actriz de origen ruso... el pelo es castaño o negro claro... lleva un jersey azul noche con dos rayas amarillas”. La actriz invoca a Brecht con neutralidad declamatoria: “Hablar como citas de la verdad. Que los actores deben citar”. Marina gira la cabeza a su derecha. Corte. Plano similar, en la misma terraza. El cineasta la presenta ahora como el personaje de su film, Juliette Jeanson, que lleva el mismo jersey azul noche con dos rayas amarillas. Ahora invoca a Simenon, maestro urdidor de las ficciones. Juliette gira la cabeza a la izquierda. Pero ese gesto “no importa”, dice el cineasta.
[“Dos o tres cosas que sé de ella” (1966), Jean-Luc Godard]
VI.
Con el arranque de Dos o tres cosas que sé de ella (1966), Jean-Luc Godard pone en forma uno de los paradigmas de la interpretación moderna. Actor y personaje toman conciencia de la cámara. Y la cámara se convierte en un cómplice. Hay una distancia manifiesta respecto a lo que se filma, a quien se filma. Sus líneas son arrojadas con la displicencia burocrática de un informe. Los gestos no deberían importar en una película (un cine) sobre el lenguaje, o más bien sobre la insuficiencia de él para designar las imágenes. “Si prestamos más atención a las imágenes que a las palabras es porque las imágenes existen más”, susurra Godard en un momento del film. Sospechamos que este aforismo encierra más claves de las que el propio cine, incluso hoy, está dispuesto a asumir. El arranque de Dos o tres cosas que sé de ella es, a su modo, otra de las formas que encuentra Godard para revelar un proceso fundamental del arte del cine moderno, “la relación fatal que mantienen, para él, la realidad y lo imaginario, las cosas y su representación”. La imagen es el actor y también el personaje. La imagen es los gestos y las muecas de ambos, gestos que sí que importan, claro. En caso contrario, el guiño a cámara de Karina dando la señal de salida a Une femme est un femme (1961) no nos conmovería como nos conmueve. Es como si los actores ya hubieran asumido que son meras herramientas para el cineasta (“piezas de ganado”, le dijo Hitchcock a Truffaut), y que en la medida en que acepten la nueva gramática del cine, podrán tomar la forma de una imagen pregnante.
¿En qué modo se modifica la dinámica corporal de los intérpretes ahora que tienen conciencia del plano? La naturaleza geométrica de la pantalla, un espacio rectangular equivalente al campo de visión, condiciona una plasticidad de movimientos muy distinta a las artes escénicas. Tal y como reflexiona Rohmer en su artículo “El cine, arte del espacio”, es preciso que el actor encuentre la exactitud de un gesto o de una postura dentro de los límites del plano, máxime cuando el relato moderno quiere desprenderse de todo rastro del ‘psicologismo’ y el ‘behauviorismo’ que poblaban entonces las historias del cine, fuera europeo o americano. Ya no se permiten las facilidades del misterio psicológico, los afectos se delatan en la superficie vibrante de la imagen, que a su vez delata la moral del personaje. No extraña que los cineastas de la Nouvelle Vague enviaran desde sus películas tantas señales de amor y admiración a los cómicos del cine mudo, a Chaplin, a Keaton, a Langdon, modelando los movimientos de sus actores para que llevaran al límite la noción espacial de su expresión corporal. Entendemos también por qué el autor de Les Mistons (1957) obligaba a sus actores a estilizar los gestos: quería que los finales de las escenas estuvieran marcados de una forma precisa, con movimientos amplios que llenaran la pantalla. Pero no es tanto en el rodaje donde Truffaut descubre a sus actores, sino luego en la sala de montaje, donde saca el mejor partido de ellos. Razón que explica que la mayoría de los intérpretes (profesionales) con los que trabajó aparecieran al menos en dos de sus películas, pues en la segunda cita ya sabía lo que necesitaba extraer de sus movimientos.
Encerrado en las fronteras del cuadro, el actor se ve también obligado a interaccionar con las “invasiones” del cineasta en la película, a encajar sus expresiones faciales y sus líneas de diálogo, sus tiempos de reacción y suspensión, en las digresiones o paréntesis que los cineastas abren y cierran constantemente en sus films. Son profusas y habituales las confesiones al objetivo de los personajes, las lecturas de cartas y libros, los rótulos y las leyendas atravesando la pantalla, el volumen musical pisando el volumen de los diálogos, las narraciones neutras en voice-over, los comentarios a pie de pantalla sobre el comportamiento de los personajes, los monólogos interiores... Estas intervenciones directas en el desarrollo del drama (especialmente imaginativas en Godard, profundamente introspectivas en Resnais, descriptivas y de contenido moral en Truffaut, telúricas y mágicas en Vardá, deliberadamente desconcertantes en Rivette...), al contrario de lo que dicta la apariencia, terminan generalmente por reforzar el sentido de la ficción, precisamente porque delatando su artificio es como pueden revestirse de gravedad. Nunca una escena emanó más verdad emocional que cuando Karina canta su amor sin futuro a Belmondo en Pierrot le fou (1965), mostrando de paso a Catherine Denueve, que el año anterior había debutado en Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy; 1964), cómo se habla cantando.
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Ext. Noche. Un clochard llamado Pierre tumbado en la acera se dirige hacia la multitud que le rodea: ¡Váyanse todos a la mierda!... ¿Es que siempre tiene que haber gente alrededor?.... ¿No se puede estar solo?...”. Una pareja se abre paso entre el coro que se ha formado alrededor y ambos se agachan junto a Pierre. Le conocen, son viejos amigos. El clochard quiere que le dejen tranquilo, pero Jean-François trae buenas noticias. Le cuenta a Pierre que es el fin de sus desgracias, que finalmente ha heredado la fortuna que el destino burlón le había arrebatado. Pierre se levanta exultante: “¡Vengan todos conmigo! ¡Todos conmigo, vengan! ¡Soy rico!”.
[“Le signe du Lion” (1959), Eric Rohmer]
VII.
En la dialéctica en marcha entre el cine abierto y el cerrado, Rohmer se postula abiertamente por el registro que absorbe la vida tal cual es. Su primer largometraje, Le signe du Lion, pone en práctica hasta el extremo su respeto a la realidad espacial como línea de fuerza del guión. En su caso, el cine y los actores salen a la calle con todas sus consecuencias. Si la literatura describe y la pintura representa, Le Signe du Lion, incisivo relato materialista sobre cómo un cuerpo desciende al infierno de la miseria, pone en práctica la capacidad del cine para mostrar. Bajo la filosofía conductista del film, todas las escenas se ruedan generalmente en una sola toma, estimulando la espontaneidad con que los actores deben enfrentarse a cada situación. Lo hacen además en exacta correspondencia geográfica y temporal con el relato. Interpretaciones objetivas para un cine objetivo. La asistencia en directo y a tiempo real, mediante una puesta en escena neutral (desde las mesas de los clientes), al espectáculo callejero que los clochards de Le Signe du Lion representan en la terraza del café “Aux Deux Magols”, nos aboca finalmente a la destrucción psicológica de Pierre (Jesse Hahn). El espíritu del personaje sólo se completa en relación con el espacio que ocupa y las personas que le rodean.
Simboliza Le Signe du Lion con rigor y espíritu irremplazables el gusto de la Nouvelle Vague por filmar los cuerpos flotantes, derivado de un profundo sentido del viaje. Son muy escasas las películas que apuestan por el estatismo de las figuras retratadas, si acaso confrontan esa parálisis con el deambular de los protagonistas, o bien, en perfecta conciliación, proponen un estatismo en movimiento dentro de cualquiera de los innumerables vehículos que transportan a las criaturas de la Nouvelle Vague de un destino al siguiente. Los personajes viven, aman, odian y mueren en los coches: en Weekend (1967) y Pierrot le fou son el escenario dominante, en Jules et Jim toman la forma de un ataúd, en Los amantes la avería del vehículo de Jeanne propicia el encuentro de la pareja... Como si necesitaran acentuar la experiencia de tránsito y transformación en que se traduce una película, podemos asimismo enumerar un nutrido número de films en los que la actividad primordial de sus personajes pasa simplemente por deambular: Cleó de 5 a 7 (Agnés Varda, 1962), El fuego fatuo (Louis Malle, 1963), Moi, un noir, Besos robados (François Truffaut, 1968), Paris, nous appartient, Les cousins (Claude Chabrol, 1959), Los 400 golpes, Pierrot le fou, Adieu Philipiine (Jacques Rozier, 1960), Jules et Jim…, etc.
Se infiere de esta condición exploratoria de las películas una observación analítica del individuo en su ambiente. Es el carácter etnográfico, tan acentuado, de la Nouvelle Vague. Los cineastas parecen clasificar en la pantalla las especies humanas que retratan, las disecan y cuelgan con alfileres para que la presencia muestre la esencia. Cuando el suicida de El fuego fatuo se sienta en un café de la ciudad, busca en los viandantes un atisbo de fulgor, una razón para no aniquilarse. La cámara de Malle registra con existencialismo el paso por el mundo de esos seres anónimos, con la mirada fría y sociológica con que miran los ojos del atormentado (también fuera de la cámara) Maurice Ronet. Algo similar a la observación de las escenas cotidianas que transmiten felicidad por la vida filmadas por Rohmer en Le Signe du Lion, y que refuerzan en Pierre su odio hacia la sociedad de la que se ha marginado. El rigor cinematográfico de la exploración antropológica le pertenece al etnógrafo Jean Rouch, por supuesto, pero el resto de autores de la nueva ola no le van a la zaga en intenciones. El pequeño salvaje (1970) se ofrece como cima y paradigma del trabajo de campo observacional del ser humano que ya inicia Truffaut con Los 400 golpes. Godard, por supuesto, se ciñe a la observación del eterno femenino, extasiado en el catálogo de mujeres, de sus vidas y personalidades, de Dos o tres cosas que sé de ella. También Chabrol, con su frialdad hitchcockiana, imprime un trabajo de investigación social a sus filmes, donde los protagonistas se mueven y evolucionan en el plano como oficiantes de una liturgia oscura.
En el cine de Resnais hay un manifiesto desplazamiento entre el actor y el espacio que ocupa, nunca parece estar cómodo en él. Dice Resnais que en su cine las relaciones entre el individuo y la sociedad, “en lugar del intercambio y la integración, representan la duda y la sospecha”. En El año pasado en Marienbad (1961), en Muriel ou le temps d’un retour (1963), donde el cineasta es un detective tratando de resolver el misterio del no-relato, más que presencias humanas, filma los rastros de esas presencias. El largo plano final de Muriel… nos muestra por primera vez toda la amplitud del apartamento que hemos habitado, el área centrípeta del laberinto, como si los personajes rotos tuvieran que abandonar el espacio para que por fin éste pudiera revelarse del todo. Película coral, que no adopta la mirada de ninguno de sus personajes, más bien abstracciones, acaso la conciencia más cercana al film sería la de Bernard (Jean-Baptiste Thierrée), aspirante a documentalista, quien declara no estar haciendo una película, sino “recogiendo evidencias”. Hermosa y clarividente forma de describir el oficio de los cineastas de la Nouvelle Vague, para quienes los actores son sobre todo evidencias.
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En off, Michel pregunta: “¿Nunca me dejarás?”. Marianne, también en off, responde: “Claro que no”. Corte al bello perfil en escorzo de Marianne. “¿Seguro?”, inquiere Michel, que sigue fuera de cuadro. “Sí, seguro”, contesta ella. Agacha la mirada como si sólo la cámara hubiera detectado la mentira. Entonces, un estremecedor movimiento de párpados y pestañas. Levanta la mirada y mira directamente a cámara. El temblor en los ojos, la mirada fugazmente extraviada, vuelve a bajar la cabeza. “Sí, seguro”, repite. Con más lentitud, vuelve a dirigir la mirada al objetivo, prolongada, entre severa y desvalida. Ahora ya no es Marianne Renoir, el personaje. Ahora es Hanne Karin Blarke Bayer, conocida como Anna Karina, actriz y mujer de Godard. Y a quien mira es a su marido.
[“Pierrot le fou” (1965), Jean-Luc Godard]
VII.
Decíamos que hay que mirar detrás del plano. Allí está su sustancia vital. Pierrot le fou no es sólo un viaje al final de la playa, a la eternidad glosada por Rimbaud, sino el testimonio de un derrumbe sentimental, el de Godard y Karina, el fin de una pasión que recoge el núcleo seminal de la Nouvelle Vague. Pierrot le fou fue el sexto largometraje que hicieron juntos, y Godard temía que la carrera de su esposa se vaciara de futuro cuando ya no hiciera películas con/para ella. Como Rosellini con Ingrid Bergman en Viaggio in Italia (1954), Godard estaba arrojando a la hoguera del cine el momento en que la llama se apaga, filmaba la autopsia de su amor. Como Orson Welles y Rita Hayworth en el laberinto de espejos de La dama de Shanghai (1947), los filmes que hicieron posteriormente rezuman el aire de una esperanza por la reconciliación. La última y turbadora mirada que dirige Karina a la cámara de Godard en Le plus vieux métier du monde (1967) parece sellar definitivamente la relación. El desdoblamiento de su vida en pareja ha quedado inscrito para siempre en siete largometrajes y un cortometraje, y a partir de entonces Godard apenas podrá volver a convocar el romanticismo en sus películas.
En la dinámica entre estatismo y movimiento reseñada, el polo opuesto a los coches son los dormitorios. En las camas de la Nouvelle Vague no se hace tanto el amor como se discute, se lee mucho, se baila, se planea un crimen o se toma té. La vida también es vivida en los dormitorios. Una puerta a la intimidad que se atreven a abrir prácticamente todos. Los intérpretes glosaban, con mayor o menor honestidad, la intimidad resonante de tantos cineastas y actrices que compartieron vida detrás del plano. Bajo esta perspectiva biográfica, no son pocas las películas Nouvelle Vague que honran las numerosas pasiones que se prendieron entre cineastas y actrices. Godard con las tres Annas (no sólo Karina, también Anne-Marie Miéville y Anne Wiazemsky), Chabrol con Stéphane Audran –a la que en un gesto sexualmente fabulador arrastra a una relación bisexual con Jacqueline Sassard y Jean-Louis Trintignat en Les biches (1967)–, Jacques Doniol-Valcroze con Françoise Brion –en L’Eau à la bouche (1959) y Le Coeur battant (1960)–, Louis Malle con Jeanne Morreau, y ésta también con Truffaut, el más propicio a intimar con sus actrices –Catherine Denueve, Isabele Adjani, Fanny Ardant...–, acaso para que el celuloide sellara la complicidad amorosa con el cuerpo que fotografía.
Cegada por la honestidad del film, la hermana casi gemela de Godard pensó que su hermano se suicidaría tras ver Pierrot le fou. Es la fuerza del alter-ego. Si Belmondo representa el otro yo de Godard, quizá por su aire despreocupado, quizá por su insolencia y desenvoltura; Truffaut busca a partir de Charles Aznavour la misma tipología de actor para sus avatares en la pantalla: morenos, flacos y nerviosos, no demasiado guapos, con una mezcla de angustia y voluntad, máscara de la desesperación. La escena de Tirez sur le pianiste en la que Charlie Kohler (uno de los más conmovedores antihéroes de la nueva ola) duda entre colocar su mano en la espalda de Léna (Marie Dubois) mientras caminan, transpira esa clase de vulnerabilidad tan propia de los anti-galanes de la Nouvelle Vague, y que representa una verdadera ruptura con el cine clásico.
Hemos visto crecer a los actores en la pantalla en la medida en que hemos convivido con los alter-egos de los cineastas. La saga Antoine Doinel, por supuesto, es la ilustración arquetípica, un personaje/actor creado por Truffaut/Leáud cuya personalidad se apropia de las películas, desde la infancia rota (Los 400 golpes) a los galaneos de un jovencito (El amor a los veinte años, 1962) al ingreso en la edad adulta (Besos robados, 1968) a la vida matrimonial (Domicilio conyugal, 1970). Su personaje se mantendría con él incluso en los papeles en que no fue Doinel, hasta evaporarse en La mama y la puta (1974, Jean Eustache), certificado oficial del fin de la nueva ola. En los intérpretes y a través de ellos, los autores que alumbraron el cine moderno abrieron en canal su juventud (la de ellos y la del cine) para embalsamar su energía, también sus relaciones con el arte y con la vida. Nunca sabremos realmente qué hay de verdad entre lo que mostraron y lo que fueron. Sus espíritus, sin embargo, quedan congelados en la imagen. Algunos se han ido, los que quedan también lo harán. Nos han dejado sus fantasmas.
Este texto se publicó en el libro "Nouvelle Vague. Los caminos de la modernidad".
Edición: Cahiers du cinéma. España (Semana de Cine de Valladolid, 2009)
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