jueves, 19 de agosto de 2010

'Star Trek' de J. J. Abrams



Teleportaciones

Empecemos por admitir que, contra todo pronóstico, la ciencia-ficción no ha proporcionado todavía grandes hitos en este tercer milenio. La fantasía digital ha impulsado su galopante reproducción, los grandes estudios se han abalanzado sobre toda historieta de cómic disponible, además de dar cuenta de las mil y una variantes de cine apocalíptico y de viajes intergalácticos imaginables, pero son más bien escasas las veces en las que más allá de las notables aportaciones de cineastas afiliados al género como Steven Spielberg y M. Night Syamalan, o deslumbrantes artefactos como 2046 (Wong Kar-wai, 2004) y WALL.E (Andrew Stanton, 2008), la ciencia-ficción no haya sucumbido a la indigestión pirotécnica o al tratamiento administrativo del cine de atracciones. Incluso directores respetables como Soderbergh (Solaris, 2002) y Winterbottom (Code 46, 2003), o menos respetables como Danny Boyle (Sunshine, 2007), se han estrellado contra el muro de la desidia en sus respectivos intentos. Zambulléndose en el manido cine de catástrofes, ese muro lo destruyó la poderosa Cloverfield (2008; Matt Reeves), filmación subjetiva de una experiencia límite que tomaba el discurso del vídeo digital como un valor en sí mismo, y no como una herramienta para seguir representando el mundo (y el Apocalipsis) con los ojos de siempre. El productor de aquella conquista era J. J. Abrams, director de esta undécima inmersión de la gran pantalla en los universos de Star Trek.

La peculiaridad de un creador tan vigoroso como J. J. Abrams radica en que su sustancia creativa, su tono y su estilo, siempre pasta en los prados del fantástico, y sus vibrantes ficciones al servicio de la imagen-movimiento (para cine o televisión) están vertebradas por una puesta en escena y una clase de inteligencia que transforma en novedoso, o al menos en algo refrescante, lo que parecía sobrevivir en estado de catatonia, imposible de resucitar. Teniendo en cuenta la relevancia de Abrams en el panorama actual de la ficción catódica, no deja de ser significativo que su sortilegio cinematográfico se haya volcado sobre sendos productos televisivos como son las series de los años sesenta Misión Imposible y Star Trek, ambas de carácter fundacional. Al frente de la todavía en marcha Lost, el sueño consumado de sus fantasías con carácter de obra total, se dedica desde hace cinco años a entretejer con sorprendente espontaneidad toda clase de mitos y realidades alternativas, armando un sofisticado artefacto de la imaginación tan fresco y original como dependiente de las certezas y los códigos de las tradiciones de las que bebe. La unidad de tono y estilo de Abrams permite que, misteriosamente, de la isla de Lost podamos desplazarnos con naturalidad a la nave USS Enterprise de Star Trek, otro no-lugar, una clase de organismo insular surcando el espacio infinito.


Al final de la cuarta temporada de Lost, un intenso resplandor emana de la isla en la que han naufragado los protagonistas para instantes después desaparecer del mapa como por arte de magia. La poderosa imagen resume las fugas espacio-temporales que dan significado a los enigmas de la serie, y que están en la misma base de su construcción narrativa, basada en una estructura de flashbacks y flashforwards. Aunque las huellas literarias se pueden rastrear al menos desde finales del siglo XIX, la cultura popular adoptó realmente la idea de la teleportación en los años sesenta gracias a la serie Star Trek, de ahí que el pathos de Lost no deje de estar en deuda con la serie creada por Gene Roddenberry, un saldo que J. J. Abrams lleva a la explicitud en su segundo largometraje al escoger los orígenes mismos de la tripulación del USS Enterprise como ventana de entrada a la galaxia “trekkie”. En el espectacular arranque del film, donde el extraordinario trabajo de sonido se postula ya como uno de los grandes motores de vibración del relato, capaz incluso de llevar las batallas espaciales a una nueva dimensión sensorial, Abrams establece un montaje paralelo entre la muerte del padre y el nacimiento del hijo (los conflictos paterno-filiales son una obsesión recurrente en Abrams), que no es otro que el llamado a ser el carismático capitán James T. Kirk. De este modo, la historia del film se remonta a los años tempranos, es decir, los viajes iniciáticos (geográficos, vitales y sentimentales) del comandante Kirk y Mr. Spock –Chris Pine y Zachary Quinto–, dos hombres nacidos bajo circunstancias extremas y destinados a emprender grandes aventuras como líderes del USS Enterprise.

Dimensión alternativa
Este viaje en el tiempo del relato ya conocido (el que proporcionaban las siete temporadas de la serie y los dos primeros largometrajes) encierra otra clase de viaje más complejo, la fuga a una dimensión alternativa dentro del propio film, mediante la que, sin provocar una fisura artificial en la saga, los guionistas Roberto Orci y Alex Kurtzman –que trabajaron en la serie­­– posibilitan que el joven Kirk se encuentre con el anciano Spock (en la piel de Leonard Nimoy, el Spock original) en un bloque crucial del film. De hecho, los viajes en el tiempo interestelar adquieren un papel fundamental en el desarrollo de la historia de venganza que Nero (irreconocible Eric Bana), el líder de los romulianos supervivientes, emprende contra un joven Spock que todavía no ha cometido el crimen de liquidar el planeta Romulano. Esta paradoja temporal que sustenta todo el drama es el dispositivo de guión que le permite a Abrams, maestro en el arte y la ciencia de la teleportación, modificar la historia interna de Star Trek sin hacer trampas ni faltarle al respeto, y también su mejor coartada para llevar el universo creativo de la serie a su terreno, que pasa por la indagación en la alteridad del relato.
Las tensiones que activa el film son varias, y todas parecen operar en el mismo nivel. Tanto la que mantienen Kirk y Spock, es decir, la intuición y la confianza versus la lógica y la vacilación, como la que protagonizan Spock y Nero, la culpa proyectada y la venganza pírrica, ambas siendo irreconciliables. Pero la que parece corresponderse realmente con el mecanismo creativo de Adams es la lucha interna de Spock, una criatura mitad humana y mitad vulcana (del planeta Vulcano) que se debate entre dar rienda suelta a la emoción de una especie o permanecer aferrado a la insensibilidad de la otra. La complejidad del relato termina por obedecer a las cláusulas de un destino que opera muy por encima de la voluntad de los personajes, determinados por una clase de fe que les hace romper las reglas de su propia existencia. Tensiones y rupturas que probablemente no convertirán el Star Trek de Abrams en ese hito ausente de la ciencia-ficción, pero sí en una propuesta vigorosa, espléndidamente facturada desde cualquier flanco que se observe, suficientemente equilibrada en términos de acción y exposición, y de una inteligencia a prueba de viajes espacio-temporales. Star Trek llega donde antes ninguna secuela o precuela había llegado a la hora de traer inventiva dramática y sensorial a toda una mitología de la narración cinemática.

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