martes, 9 de octubre de 2012

'Cosmopolis' (2012) de David Cronenberg


Un espectro recorre el mundo

 
Una limusina blanca surca la capital financiera del planeta, mientras las calles de Nueva York se paralizan, se agitan y se incendian. Es nuestro presente o un futuro incierto. Tanto da. Varios acontecimientos de masas confluyen en la metrópoli: un congreso mundial de Jefes de Estado, el funeral de un rapero famoso, una violenta manifestación política… Pero contemplada desde el interior del coche, del que David Cronenberg apenas quiere salir –como apenas quería salir la novela de Don DeLillo–, la deblace de la ciudad (del mundo) parece silenciosa, una mera contrariedad de camino a la peluquería. Parece que el caos aconteceria en otro lugar aunque acontezca frente a nosotros, al otro lado del cristal perfectamente blindado contra voces, ruidos, algarabías y proyectiles.

Brillante metáfora: los responsables del colapso del capitalismo permanecen ajenos a sus efectos, la sangre en principio no les salpica. Wall Street atraviesa Main Street y permanece óbice a lo que ocurre a su alrededor, mientras el mundo que han creado se hunde. En esa pecera, en ese despacho sobre ruedas, una limusina perfectamente equipada con todo tipo de artefactos tecnológicos –la fusión máquina-cuerpo, la nueva carne de Cronenberg–, circula Eric Packer (Robert Pattinson), un superdotado asesor de inversiones de 28 años de edad, un prodigio de las finanzas que apuesta toda su multimillonaria fortuna contra la subida del yen. Entre sus preocupaciones y sus intereses: el sexo y los retóricos intercambios intelectuales que mantiene con distintos asesores suyos, sobre todo mujeres. Su odisea contemporánea, que transcurre a lo largo de todo un día, es el agónico final de una era. También el suyo.

Robert Pattinson / Eric Packer

Otro espectro recorre el mundo. Lo anuncian las pantallas gigantes de Times Square, las que brindan constante información de la salud bursátil, saboteadas por los activistas anti-sistema, que han variado la famosa frase inicial del Manifiesto comunista (Karl Marx y Philip Engels, 1848). “Un espectro recorre el mundo. El espectro del capitalismo”, lee Packer en los visualizadores digitales, consciente de las cualidades espectrales de su blanca limusina, centro de operaciones de los mercados financieros, generadores de las virtuales deudas y primas de riesgo que asfixian a la humanidad.

La seducción claustrófica de Cosmopolis se articula a través de una estructura de encuentros, citas y diálogos con los que Cronenberg, como ocurría en Un método peligroso (2011), privilegia el poder desestabilizador de la palabra sobre cualquier otro estímulo. Primero se une al trayecto final de Packer un joven de 22 años con el cerebro muy bien amueblado (Jay Baruchel), después dos mujeres –interpretadas por Juliette Binoche y Samantha Morton–, y también su médico personal, que tras el reconocimiento anal diario le diagnostica una “próstata asimétrica”, gran motivo de estrés y preocupación para Packer. En el camino, también se cruza con un activista social (Mathieu Amalric) determinado a estampar una tarta en su rostro, y se toma varios respiros con su mujer (Sarah Gordon) para consumar sexualmente un matrimonio de conveniencia. 

Paul Giamatti, sobreactuado, interpreta a Benno Levin

El final de la singladura por el oceáno embravecido de la metrópoli financiera está reservado al duelo final, el de Packer con su némesis Benno Levin, un hombre atrabiliario (y sobreintepretado por Paul Giamatti) con un plan de venganza. Si hemos estado atentos a lo que ocurría al fondo del plano, más allá del cristal, durante unos segundos habremos visto antes a Benno cruzar furtivamente el plano –al igual que un monólogo del personaje interrumpía súbitamente el fluir de la novela y modificaba su punto de vista–, caminando por la calle, como si fuera un figurante más. Hay tantas líneas de fuga acumuladas en las entrañas del relato como en la superficie de los planos, por muy sucinta o lacónica que sea su apariencia. Cosmopolis encuentra en su ritmo y su viscosidad oral la gelidez y el sentido onírico de la visionaria novela de DeLillo.

Los mercados se precipitan al abismo sin remisión, y mientras, en su perorata teórica con Packer, la asesora Vija Kinsky (Morton) dice: “El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal y como le sucediera a la pintura hace ya tiempo”. Los movimientos del dinero no obedecen a una lógica argumental, no pueden leerse, solo interpretarse. La expresión extrema del capitalismo contenida en el aforismo de Kinsky asoma en muchas otras líneas de diálogo, extraídas literalmente del texto de DeLillo, como aquella con la que un personaje resume el itinerario dramático del film: “La lógica extensión de los negocios es el asesinato”. Y es que desde sus títulos de crédito inscritos sobre pinturas de Rothko, Cosmopolis asume plenamente que su cualidad narrativa también se conjuga en la abstracción, que el cine también perdió su lógica dramática. La cadencia de Cosmopolis es como la de un tema de Charles Mingus: un caos calculado, una tensión fría rota por estrépitos de violencia.

Juliette Binoche, fogosa asesora de Eric Packer

Pocas películas como ésta se proponen en estos tiempos forzar la atención del espectador de tal modo, obligando a un segundo y tercer visionado, a una segunda y tercera audición. El “cine de la palabra” abastece el discurso cinematográfico de Cosmopolis, como ya ocurría en el anterior largometraje de Cronenberg, ese que se tachó de “académico” o “teatral” o “antiguo”. Como hiciera con las novelas El almuerzo desnudo de Burroughs, Crash de Ballard o Spider de McGrath, Cosmopolis suma un nuevo desafío en la pulsión del cineasta canadiense por adaptar textos literarios imposibles, pero si hasta ahora las construcciones filosóficas se traducían en la fuerza estética y las abyecciones de la carne tan características del director de Videodrome (1983), la experiencia conceptual que propone en sus últimos trabajos encuentra su base exclusiva en las no menos intrincadas apropiaciones de la retórica dialogada.

El extraordinario díptico que forma Cosmopolis con Un método peligroso no tiene únicamente resonancias formales, como si Cronenberg –¡quién lo iba a decir!–, cruzada la edad de jubilación, se sintiera a estas alturas más cerca de Manoel de Oliveira que de cualquier otro cineasta. Ambas películas forman sobre todo un díptico en torno a las transformaciones psico-sociales del siglo XX, aquellas que han determinado el destino de las civilizaciones. En Un método peligroso, Karl Jung y Sigmund Freud arriban a Nueva York desde la vieja Europa y en la cubierta del transatlántico intercambian un breve diálogo: “(Jung) Lo que estás viendo es el futuro / (Freud) ¿Crees que saben que estamos llegando, trayéndoles la plaga?”. El plano muestra cómo la Estatua de la Libertad se abre un hueco entre ambos personajes. Del origen del psicoanálisis al fin del capitalismo, las patologías de la primera mitad del siglo XX –que condujeron al holocausto judío– quedan encapsuladas en Un método peligroso, mientras que las patologías de su segunda mitad –la victoria y extenuación del capitalismo– trazan el recorrido moral de Cosmópolis. Nueva York, la ciudad universal, como lógica zona de confluencias.

Freud (V. Mortensen) y Jung (M. Fassbender) en Un método peligroso (2011)
El destino de la humanidad, como siempre en el autor canadiense –cuya obra, desde la seminal Rabia (1977) hasta hoy, ha ido cincelando con una clarividencia reservada solo a los grandes maestros–, sigue propulsado por la tecnología, el deseo carnal y la violencia. Por su alcance teórico, Cosmopolis es probablmente la mejor película posible en torno al colapso del capitalismo, pero también la mejor película posible a la que podría llegar Cronenberg como cineasta. A la luz de la rivalidad intelectual desmenuzada en Un método peligroso, Packer emerge ahora como el espectro que atraviesa la historia, esa posible síntesis de las patologías que Freud y Jung creyeron adivinar en las motivaciones profundas, subconscientes, del ser humano. Su odisea da tanto la razón a Freud, porque se mueve y razona motivado por estímulos exclusivamente sexuales, como a Jung, porque su intuición le indica que el orden humano, quizá hasta el de los mercados financieros, responde a un indescifrado orden cosmológico. 
  

 Publicado originalmente en "Caimán. Cuadernos de Cine" (Octubre, 2012)

viernes, 5 de octubre de 2012

'Holy Motors' de Leos Carax



 LAS CÁMARAS SON INVISIBLES

Las cámaras fueron un día más pesadas que nosotros y ahora son invisibles. ¿Cómo hacer cine ahora que las imágenes están por todas partes? ¿Ahora que en el mundo virtual adoptamos múltiples avatares y vivimos una interpretación sin final? De la excentricidad y la irreverencia de Holy Motors emana el pluro placer por la fábula y la provocación, pero también un contundente ensayo creativo sobre la disolución del relato cinematográfico. En un viaje sin fronteras por la ciudad de París –por sus calles, por el subsuelo, por las azoteas–, Carax nos invita a habitar múltiples películas que se ofrecen como emblemas de las formas del cine, desde las fantasías de reconstrucción digital que saturan las salas a los dramas realistas que triunfan en Cannes. Como si fuera el protagonista de un videjojuego, monsieur Oscar, el maestro de ceremonias (un camaleónico Denis Lavant), adopta hasta once identidades para resolver distintas misiones. Es difícil escapar a la embaucadora potencia visual de la película, en la que Lewis Carroll se funde con Franju, Kafka, Ballard, Bergman, Kubrick.... El cine suplanta a la vida y viceversa. A su modo, Holy Motors es para Carax lo que el El estado de las cosas (1982) fue para Wenders o Irma Vep (1996) para Assayas, un dispositivo fantasioso que elabora un discurso de su propio oficio. Pero sin nostalgias. Más bien como un signo de interrogación marcado a fuego en la pantalla. En su regreso después de nueve años, Carax aglutina el pasado y el presente del cine para preguntarse hacia dónde encaminará su futuro. Ahora que las cámaras son invisibles. 

Publicado originalmente en "Caiman. Cuadernos de Cine" (Junio, 2012)







viernes, 3 de agosto de 2012

'Ne change rien' de Pedro Costa


Utopías del cine


El crítico Andrew Sarris escribió en una ocasión que el musical es algo que “todo esteta en Nueva York, Londres y París quiere hacer”. Por entonces, Jean-Luc Godard ya había comprendido que los musicales son “la idealización del cine”. Ambos pensamientos vienen a considerar la expresión musical como una posible utopía para el arte cinematográfico.



1.
Apenas unos días antes de que los estudiantes franceses levantaran barricadas en las calles parisinas del 68, Godard se encerró en un estudio de Londres con los Rolling Stones y un pequeño equipo de rodaje. El autor de Pierrot le fou (1965), que había anunciado su (falso) abandono del cine con Week End (1967), filmó diversos planos-secuencia, tomas panorámicas de cómo Mick Jagger, Keith Richards, Brian Jones, Bill Wyman y Charlie Watts alumbraban uno de los himnos míticos del rock & roll. El grupo londinense desentrañaba los sonidos secretos del tema Sympathy for the Devil. Las sucesivas tomas del cineasta correspondían por tanto a las sucesivas tomas de los músicos en sus estragos para encontrar el tono final de un tema que se les resistía una y otra vez. Godard tocaba así con sus manos otra posible utopía para el cine: documentar un memorable (y revolucionario) acto de creación colectiva. Ese valiosísimo material, asociado a otros tres bloques de planos-secuencia de alto contenido político –el pronunciamiento del manifiesto de los Black Panthers en un desguace, la lectura del Mein Kampf en una librería de literatura pornográfica, Anne Wiazemsky contestando con laconismo las insidiosas cuestiones políticos que le arroja un reportero televisivo–, quedó recogido en el excéntrico largometraje One plus one (1969), título inspirado en un graffiti, que en su distribución internacional mutó a Sympathy for the Devil.

Godard saluda a Keith Richards en el rodaje de One plus One (1969)

Pedro Costa ha mencionado la gran influencia que One plus one ha ejercido en él a la hora de filmar a Jeanne Balibar –musa de Rivette, de Desplechin, de Asssayas…– en las grabaciones de sus discos Slalom Dame (2006) y Paramour (2009), y en los ensayos de la opereta La Périchole de Offenbach, es decir, el grueso de las imágenes que conforman Ne change rien. Sospechamos que no es la clase de influencia que procede de la superficie de las imágenes, de lo que éstas nos muestran o imprimen en la pantalla, sino más bien de lo que hay detrás de ellas. Pedro Costa quería comprobar si el trabajo de un grupo de música –el batería, el guitarrista, el bajista, la cantante, etc.– se ajustaba a su modelo o a su idea del cine. Al menos a la idea del cine como un ejercicio de ascetismo, paciencia y trabajo diario. Al modelo de cine, en definitiva, que venía practicando desde El cuarto de Vanda (2000), cuando después de diversas y dolorosas experiencias en el circo de un rodaje industrial, decidió refugiarse en el deprimido barrio de Fontainhas y manufacturar sus películas en solitario. Su carrera en una encrucijada: avanzar hacia el suicidio o hacia la utopía.

El cineasta se instala en un estudio en Tokio con Jeanne Balibar y sus músicos igual que unos años antes se había enclaustrado en la sala de montaje de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet (¿Donde yace tu sonrisa escondida?, 2001), o en la covacha de herrumbre y polvo de un barrio lisboeta (El cuarto de Vanda, 2000), o en el dormitorio blanco de unas viviendas de realojo social (Juventud en marcha, 2006). Los planos que fija el cineasta –en una película de muy pocos planos– construyen un espacio cerrado, una burbuja fuera del tiempo, en la que no hay noche ni hay día. Como un sueño, entre lo táctil y lo etéreo. En ese espacio, el cineasta se rodea de unas personas a las que observar, se encierra sin ideas preconcebidas ni grandes expectativas, en suspenso y en el aparente vacío. Alerta a los invisibles hilos que van tejiendo los gestos y las palabras. Alerta a las historias que esos hilos nos cuentan, a las certezas que transmiten, a las inquietudes que suscitan las repeticiones y los silencios, las largas tomas, las cadencias, los compases y los sonidos una y otra vez enunciados. Alerta ante el nacimiento de una posible ficción. Como si Pedro Costa anduviese en busca de la alquimia perfecta, esa de la que hablaron Sarris y Godard: cuando hacer cine es hacer música. O al revés.

Jeanne Balibar y Pedro Costa.  Foto: Valerie Massadian

2.
Regresemos a 1968 para glosar otra clase de utopía cinematográfica. El mismo año que Godard filmaba a los Rolling Stones en Londres, tras no pocas dificultades Jean-Marie Straub y Danièle Huillet culminaron su Crónica de Anna Magdalena Bach, el musical más estrictamente materialista (y marxista) de cuantos se han filmado. El discurso marxista no proviene de la palabra y su retórica (como lo hacía en el film de Godard), sino de la propia imagen. La película muestra a músicos de Basilea interpretando numerosas composiciones de Johann Sebastian Bach, ataviados con ropas y pelucas dieciochescas, en los lugares adecuados y con los instrumentos barrocos para los que Bach compuso sus piezas. Las interpretaciones musicales –una por cada género y por cada periodo creativo de Bach– forman un biografía musical del genio alemán en la que la materia cinematográfica y musical se fusionan por completo. La “biografía” de Bach que filma el matrimonio Straub no tiene ningún carácter espiritual, está completamente desposeída de interpretaciones psicológicas o de ficciones de carácter historicista. En diversos bloques de tomas de sonido directo y filmadas en un solo plano fijo (con alguna excepción), lo que vemos es a unos músicos trabajando. Ni más ni menos.

Crónica de Anna Magdalena Bach (1969), de Straub y Huillet

Qué duda cabe que el otro gran eco que resuena en las imágenes de Ne change rien es el de Crónica de Anna Magdalena Bach y la conciencia materialista del cine de los Straub. En el preludio de la película de Costa, Balibar interpreta una versión sombría del lamento rockabilly Torture de Kris Jensen, un foco la ilumina sobre el escenario silueteando su frágil figura en un cono de luz. Es un plano fijo ciertamente largo. A continuación, el portugués pone a prueba la concentración del espectador –o más bien su compromiso con lo que ve y escucha– registrando durante largo tiempo, en plano sostenido, los ensayos del tema Cinéma, cuando Balibar y el guitarrista Rodolphe Burger tratan de sumergirse en el ‘mantra’ de la canción. Será un procedimiento habitual en la película. Concebida en bloques, con cortes delicados entre uno y otro, el resto del film responde al mismo empeño por querer instalar al espectador, con todas sus consecuencias, en el acto disciplinado y tedioso de la creación musical, que se revela tan metafísico como mundano. El rigor de la “puesta en escena” no decae por un instante durante los cien minutos del film.

El contrastado blanco y negro de las imágenes (a las que Costa confiesa que llegó por accidente, en la sala de montaje, saturando los colores de unas luces que consideraba "muy feas") replica el universo indefinido en el que se sumergen Balibar y Costa, dado que Ne change rien es tanto una película sobre el proceso de creación de Jeanne Balibar como una película sobre el proceso de creación de Pedro Costa. Película de implosiones, que retrata en claroscuros un mundo cerrado, sin relación aparente con lo que le rodea, cuyas fugas de emoción irradian hacia dentro y nunca hacia fuera. No veremos al público para el que interpreta Balibar, no tendremos acceso a lo que hay delante de ella, ni al rostro de su directora musical en los tensos ensayos de La Périchole, ni al mundo que existe más allá de los músicos encerrados en su cápsula creativa. Como los seres "zombificados" que habitan las películas de Costa, siempre en suspenso, los músicos de Ne change rien, y especialmente Jeanne Balibar, también respiran en un limbo que limita con el infinito. El negro es por tanto el magma de la imagen, su fondo y su forma, y de las grietas de luz emerge el rostro Balibar como una efigie griega, fotografiada a veces como Sternberg iluminó a la Dietrich, o como si habitara un cuadro de Delacroix, en el purgatorio donde la luz y la oscuridad se extinguen.



El tema Ne change rien de Jeanne Balibar samplea la voz de Godard con que arranca sus monumentales Histoire(s) du cinéma (1988-1997): “No cambies nada para que todo sea diferente”. Una frase que ya había recogido Bresson en Notas sobre el cinematógrafo (1975) “Sin cambiar nada, que todo sea diferente”, y que Giuseppe Tomasi di Lampedusa puso en boca del príncipe de Salina –“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”– en su novela El gatopardo (1957), llevada al cine por Luchino Visconti en 1963. Pedro Costa, al encontrar otras cuatro paredes en las que encerrarse, otros zombis a los que filmar, al encontrar rastros de Vanda en Balibar, consigue que todo cambie para que todo siga siendo lo mismo. 
Publicado en el libreto de DVD de Ne change rien, editado por Cameo

lunes, 18 de junio de 2012

Jean-Luc Godard / 'Film Socialisme'


Olvidado Rey Godard

En una conversación que mantuvieron para la televisión francesa en 1987, Jean-Luc Godard le confesaba a Marguerite Duras: “Ahora empiezo a llegar al final y me siento un poco solo”. La soledad de Godard no es sólo la del intelectual que se aísla en una apartada villa suiza con su compañera, ni la del ermitaño que ha desarrollado una alergia a la vida social, a la prensa y los reconocimientos –capaz de dejar plantados, en el mismo año, a Cannes y a Hollywood, los dos grandes bastiones del cine mundial–, ni la del artista insobornable de convicciones culturales y políticas alejadas del pensamiento único. “Si me llevo mal con los terrestres es probablemente porque formo parte de los extraterrestres”, dijo en cierta ocasión. La soledad de Godard es, en todo caso, la de su pantagruélica obra, que forma todo un continente en sí misma –casi doscientas películas entre largometrajes, cortos, televisión, vídeo-arte, publicidad, clips, cine-ensayo, diarios filmados, etc.–, de formas y relieves ferozmente intransferibles, una obra totalmente al margen de las inercias y exigencias de producción de la industria. Como dijo Rossellini de Chaplin: “Es la obra de un hombre libre”.


Son muchos los rostros bajo los que se ha disfrazado la leyenda de Godard a lo largo de los ochenta años que ya ha cumplido. Decir Godard es decir Cine, en mayúsculas. Tanto como decir Picasso es invocar el Arte del siglo XX. Seis décadas detrás de la cámara recorridas por un cineasta en perpetua revolución con el arte y consigo mismo. En los cincuenta, el Godard crítico de los nacientes “Cahiers”; en los sesenta, el cineasta de la Nouvelle Vague –su etapa más exitosa y reconocible, la que va de las obras maestras Al final de la escapada (1960) con Jean Seberg a Pierrot le fou (1965) con Anna Karina, pasando por Vivir su vida (1962) y El desprecio (1963) con Briggite Bardot–; en los setenta, el Godard militante que surge bajo el agitado frenesí maoísta del 68; en los ochenta, el videoartista de la televisión; en los noventa, el sabio ensayista y deconstructor de la imagen –con su ‘opus magna’, las Histoire(s) du cinéma (1988-1998), ocho partes donde cabe todo el cine y todo el siglo XX–, y en la primera década del tercer milenio, el filósofo y genio visionario que traza el camino de la explosión digital. Mito viviente del siglo del cine, Jean-Luc Godard es el cineasta que ha dedicado su vida a devolverle al cine aquello que le arrebataron los “canallas” del capitalismo –como se refiere a ellos en Film Socialisme (2010)–: su función como instrumento de pensamiento, y no como exclusiva herramienta mercantil.

Es producto entonces de la ingenuidad o de la ignorancia llevarse a sorpresa porque en el  año 2010 cometiera semejantes “herejías” como dejar plantado al Festival de Cannes –“porque sólo hubieran hablado de mí y no de la película”, le dijo a la revista “NZZ”–, o que  rechazara la concesión de un Oscar Honorífico por parte de la Academia de Hollywood –“porque no tengo visado para entrar en Estados Unidos, no quiero solicitarlo y no quiero volar tan lejos”, explicó a la misma publicación suiza–. Su carácter polemista y arrogante le ha seguido como una sombra durante toda su vida. El impulso del forajido, del outsider creativo, forma parte de su ADN. Desde Weekend (1967), adaptación casi conceptual de un relato de Julio Cortázar, abandonó la literalidad cinematográfica para sumirse en el ensayo fílmico y renacer de nuevo como un filósofo de la imagen. De ahí que su nombre, durante prácticamente tres décadas, haya seguido asociado a sus obras de juventud para el común de los mortales. Pero en todos estos años, aunque las pantallas españolas por lo general hayan ignorado su existencia, Godard ha entregado una obra dinámica, transformadora, en perpetua relación con la deriva del cine y los tiempos. Sus películas respiran el aire de cada época que las ha alumbrado: Todo va bien (1972), Que se salve quien pueda (la vida) (1979), Yo te saludo, María (1983), King Lear (1987), Helas pour moi (1993), Notre musique (2004)…


El año 2010 fue especialmente profuso en “acontecimientos Godard”. Aparte del ruido mediático que generaron sus sonadas ausencias, 2010 trajo consigo el estreno de su último trabajo, Film Socialisme; pero también la publicación de la controvertida biografía escrita por Antoine de Baecque (que desató un debate sobre el supuesto y legendario antisemitismo de Godard), y en España acaba editó Intermedio el cofre Jean-Luc Godard. Ensayos –que incluye en cuatro DVD ocho ensayos cinematográficos, de Le Gai savoir (1968) a su autorretrato JLG/JLG (1995)–, acompañado del libro Jean-Luc Godard. Pensar las imágenes (Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas), una compilación de entrevistas, conversaciones y presentaciones que recoge las ideas de Godard –maestro de los aforismos– a lo largo de medio siglo. En sus palabras tanto como en sus películas palpita el vértigo de la aventura del pensamiento, inevitablemente complejo y contradictorio, pero siempre apasionante: “Si alguien me ha entendido –dice un personaje en Notre musique–, es que no he sido claro”.

Fotograma de Film Socialisme (2010), de Jean-Luc Godard 

Godard es una isla con un faro. A pesar de la distancia que mantiene respecto a las formas de cine que practican sus colegas, su figura emerge como la gran autoridad moral del cine contemporáneo, con la estatura de un gurú o un profeta que alumbra el camino de las imágenes futuras. Todas las películas a su alrededor parecen envejecer varios años cuando Godard estrena un nuevo filme. Ya ocurrió con Elogio del amor (2001), donde volcó sus ideas sobre el potencial estético de la imagen digital, y el tiempo dirá si ocurrirá lo mismo con Film Socialisme, que es tanto una declaración política, una meditación sobre la historia de Europa y el debacle económico, como un collage estético sobre el reciclaje de las imágenes en la era “youtube”. De impresionante belleza estética, en su primera ficción realizada enteramente en vídeo, pareciera que Godard haya empleado todo formato imaginable para glosar el “socialismo” en la pantalla, de la alta a la baja gama, del HD a las descargas de Internet o las imágenes grabadas con móvil.



El filme se estructura como una sonata en tres movimientos. El primero es un crucero por el Mediterráneo donde se hablan varios idiomas (como en Una película hablada de Oliveira) y en donde deambulan personajes como una cantante americana (Patti Smith) o un filósofo francés (Alan Bidou); el segundo se sitúa en una casita y una gasolinera en Francia, donde un niño invidente protagoniza una escena extrañamente bella y perturbadora junto a su madre; y el tercero transita, recurriendo en buena medida al archivo de los horrores del siglo XX, por el itinerario del transatlántico, empezando en Egipto, pasando por Grecia (“a la que Europa le debe todo”) y terminando en Barcelona. “España es un país donde no faltan en este momento oportunidades para morir”, escribe sobre negro, para que la pantalla se abra en abismo a los toros, a Velázquez, a Iniesta, a Don Quijote, la Guerra Civil, Hemingway y Orwell… una visión de nuestra cultura sorprendentemente estandarizada (incluso folclórica), pero que juega su papel decisivo en este viaje ominoso y enigmático a la decadencia de la civilización, y que termina con un gigante, implacable “No Comment”. La parálisis de acción frente a una película que glosa el fracaso humanista con la distancia y la lucidez de un poeta cansado. Desde su lejanía y aislamiento, Godard ha dejado de contemplar el Reino de la Posmodernidad que un día fue suyo y rumia el cine de nuestro tiempo como un rey sabio y olvidado, desterrado en la soledad de su castillo. Su patria es el Cine.

Publicado originalmente en El Cultural (3.XII.2010)

domingo, 17 de junio de 2012

'Tournuée' de Mathieu Amalric

Miranda Colclasure es la explosiva Mimi Le Meaux en Tournée

En los brazos de América

Tres imponderables que empiezan y terminan en el neoyorquino John Cassavetes, pero que no pueden obviarse ante las imágenes de Tournée. Uno: escribir de Joachim Zand –el protagonista de Tournée, interpretado por Amalric– y evocar al Cosmo Vitelli de Ben Gazzara en The Killing of a Chinese Bookie (1976). Dos: Cassavetes es el cineasta peor copiado del mundo. Tres: Mathieu Amalric no es un mero copista.

En casi todo lo que uno ha leído sobre el autor de Opening Night (1977) aparece de forma recurrente una palabra que no existe, que al parecer los vicios de la crítica atesora como fecundo neologismo: “fisicidad”. El regreso al cuerpo primordial, a la carne, que surge desde lo más profundo de la imagen cassavetiana, es decir, la “corporeidad” de su cine. La imagen no sólo para ser vista, también para ser palpada. El arranque de Tournée nos coloca frente a un espejo en el camerino de un teatro. En un plano fijo, dos cuerpos voluptuosos, que Rubens hubiera pintado al natural, se preparan minutos antes de que empiece el espectáculo. Son actrices interpretándose a sí mismas en su trabajo, strippers del “nuevo burlesque americano” –un universo sobre el que el español Ibán del Campo realizó el cortometraje documental Dirty Martini (2009), cuya protagonista tiene un papel destacado en Tournée– que ejecutan sus números y Almaric los filma generalmente desde bastidores, como si, al igual que su personaje y sus bailarinas, el espectador no pudiera tener una experiencia completa del show. Sólo pueden disfrutarlo de soslayo, inmersos también en la asfixiante burbuja en la que una de las strippers interpreta el baile más bello (y metafórico) del espectáculo, el que ilustra su condición de misfits, un grupo de seres aislados, desplazados y en perpetuo tránsito por teatros y hoteles de la costa francesa, que confía en un destino sobre los escenarios de París.


Cuerpos que Rubens hubiera pintado al natural

Y si hay un destino es porque los cuerpos se mueven. Hay películas poseídas por el sentido del movimiento perpetuo. De hecho, existe todo un cine obsesionado con ello. No es el cine de atracciones y deflagraciones, no es el cine del ruido, como podría pensarse. Es más bien el cine del que hablaba ya el crítico norteamericano Kent Jones en su carta de amor a Cassavettes (Movie Mutations). Es el cine de los que sintieron en el autor de Faces que la dirección cinematográfica no tenía por qué ser una intervención externa, sino una cuestión de “compromiso con la vida de la película”. Arnauld Desplechin, Olivier Assayas, Abdellatif Kechiche, Mia-Hansen Love… todos cineastas franceses que parecen compartir esa cualidad líquida en sus películas, como si no pudieran realizar otra cosa que artefactos siempre en fuga, imposibles de gobernar, perfectos reflejos de un mundo en constante reinvención y mutación, un mundo sin territorio. Las imágenes de Tournée, donde hasta el sexo es veloz, parecen todas ellas tomadas por “la ilusión de vivir rápido”, como dice en un momento del filme Joachin Zand, exproductor de la televisión francesa que tras una larga etapa en Estados Unidos regresa a su país como manager de la ‘troupe’ de burlesque. El cine de Amalric se decide también en esa zona de inestabilidad donde operan sus mencionados colegas y compatriotas, y no porque Tournée sea en esencia una road-movie que sólo se detiene en el océano, sino sobre todo por la vibración interior de su protagonista, un cuerpo frenético en una interpretación frenética (de escenas moduladas en el exceso: el ataque de ira en el tren, la confrontación en el teatro, la irrupción de histeria en el supermercado…), basada según Amalric en la personalidad del desaparecido productor cinematográfico Humbert Balsam, en quien ya se inspiró Mia Hansen-Love para la magnífica Le pére de mes enfants (2009).




El movimiento, el camino incierto, la ilusión de la velocidad vehiculan el relato por una suerte de esquizofrenia, de desdoblamiento que encuentra su inseparable reflejo en todos los aspectos del filme, desde su cauce narrativo, cultural y estético a la vertiente emocional de su protagonista. Hay en Tournée una constante dualidad en juego, la circulación de conflictos que se dirimen entre el deseo y la realidad –como el grupo de strippers, cuyo sueño es actuar en París pero su vigilia son sus performances en la periferia francesa–, entre el amor y el odio, entre la experiencia (vital) y la representación (artística), entre el ser y el estar, porque Tournée es una película que sólo puede conjugarse con verbos transitivos. En esa “transición” está inmerso, como un fluorescente parpadeante o un fuego que nunca termina de extinguirse, el carismático Zand, ese sosias afrancesado de Cosmo Vitelli, orgulloso, autodestructivo, seductor, hedonista y angustiado. Dividido entre dos familias, al mismo tiempo núcleos y apéndices de su existencia, Zand se desdobla en su viaje de la costa a París, suspendido emocionalmente entre la familia de strippers –a quienes llama sus “hijas”– y la familia biológica –sus dos hijos–, y cuando los dos mundos entran en contacto se produce el colapso que precede a la catarsis de Zand, que se traduce prácticamente en el destierro del protagonista, determinado por un pasado que quiebra su identidad.

Cosmo Vitelli (Ben Gazarra) en The Killing of a Chinese Bookie (1976, Cassavetes)
Joachim Zand (Matthieu Amalric) en Tournée (2010, Amalric)

En este viaje, en esta gira, Amalric busca entonces la América que hay contenida en Francia, y se propone filmar su país extrayendo los paisajes y espacios –gasolineras, Kentucky Fried Chicken, clubs de carretera, hoteles de extrarradio...– que remiten directamente a un cine anclado en la imaginería americana. Entra en juego así una permanente tensión, un dinamismo cultural, pero sobre todo idiomático, en el que hablar en inglés o hacerlo en francés (en ocasiones se mezclan en un mismo diálogo) no es una cuestión baladí. No lo es por ejemplo que las escenas más dramáticas se dialoguen en francés, incluso aquella tensa conversación, de acusaciones y de mensajes ocultos, que tiene lugar entre Zand y Mimi Le Meaux (Miranda Colclasure) en un pasillo de hotel, y que anuncia el desvío del film hacia una historia de amor sólo latente hasta entonces. En la banda sonora, de espíritu retro, toma fuerza el tema Have Love Will Travel, interpretado por The Sonics, que abre y cierra la película, porque el amor y el viaje son las coordenadas básicas del relato.

Marilyn fotografiada por Bern Stern en el hotel Bel-Air, 1962


La escena más hermosa lo ratifica. Aislados en un hotel desértico y fantasmagórico, a pie de mar, donde va a dar con toda su belleza lisiada el grupo de misfits, Zand renace al hacer el amor con Mimi y Amalric filma a Miranda Colclasure semi-desnuda, entre el pudor y la devoción, casi como Bert Stern fotografió a Marilyn en el hotel Bel-Air, acariciada por una luz cálida, colmada de erotismo. El tiempo por fin se ha detenido, el sexo, hasta ahora tomado por el movimiento incontrolable, ya no es un capítulo de eyaculación precoz en un baño público, es una elipsis, un clímax escamoteado que humaniza a nuestro protagonista y le devuelve al mundo. “Welcome to paradise”, dice Zand a sus chicas, renacido en los brazos de América.



Publicado originalmente en Cahiers du cinéma. España (Mayo 2011)

viernes, 15 de junio de 2012

'Todas las canciones hablan de mí' de Jonás Trueba


El hombre melancólico

La melancolía no está de moda. Las nostalgias casan mal con un mundo en permanente huida. Mirar al pasado, cuando se avanza tan rápido hacia el futuro (o hacia ninguna parte), parece una bobada. Pero el desajuste contemporáneo es mayor si ese hombre melancólico es apenas un chico que estrena la treintena, todavía resolviendo los hervores de su primera educación sentimental, alguien cuyo pasado puede encerrarse en unos versos (o en unos pocos flash-backs) y a quien le queda casi toda la vida por delante. Ese hombre melancólico es Ramiro Lastra (un extraordinario Oriol Vila), el protagonista de Todas las canciones hablan de mí, enamorado de por vida de Andrea (una no menos extraordinaria Bárbara Lennie), formando una de esas parejas cinematográficas que llenan la pantalla de complicidades y sentimientos genuinos. Y también lo es, con toda probabilidad, Jonás Trueba, el autor de esta, por muchas razones, conmovedora película. Porque uno no concibe que la melancolía se pueda invocar de tal modo sin que esa melancolía haya sido nuestra, la hayamos masticado y vomitado sucesivas veces. He ahí, para empezar, la honestidad de un relato que se arriesga a ser muy personal (o biográfico), de interferencias fílmicas y literarias asumidamente transparentes.

Jonás Trueba, Oriol Vila y Bárbara Lennie en el rodaje


“Yo soy un nostálgico, mirando siempre al pasado. Trabajo con mi pasado o con el de los demás. No conecto con lo moderno. Me muevo por experiencias vividas”. Esto lo dijo François Truffaut. En 1968, cuando los estudiantes parisinos se empeñaban en romper con el pasado, el autor francés (que como sabemos no fue precisamente pasivo en los altercados políticos del mayo parisino) rodó Besos robados, una asunción de su febril nostalgia por un tiempo que fue o de su moderado modernismo, pues había en este filme, que rodó con 35 años, un manifiesto repliegue a cierto cine antiguo, ya superado. El debut en el largometraje de Jonás Trueba, que ha realizado con 29 años (si bien sabemos de su habilidad para captar los sonidos de la vida por sus colaboraciones en Más pena que Gloria y Vete de mí), nos traslada asimismo al regusto de un cine de antaño, que la autoría española ya practicó instalada en la añoranza por un cierto cine francés al que emuló con el consabido desfase cultural y temporal. Pero por encima de esos contagios “truffautianos” –en general deliciosos, aunque en ocasiones muy miméticos, lejos de la sutileza o la capacidad reflexiva de un Desplechin o un Assayas–, el film-libro de Jonás Trueba –con su compleja, ágil estructura en capítulos, con su dinámica epistolar, con su tono letraherido–, tiene la virtud de hablarnos desde ese aliento de vida exigible a toda ópera prima, de trascender sus herencias para inyectar frescura y desparpajo a una película en conflicto con “tiempos mejores”.

Bárbara Lennie y Oriol Vila en la última escena de Todas las canciones... 

En ese pasado no podemos obviar las confluencias “paternales” del film, pues como aquella Opera prima rodada en el Madrid de 1980, Todas las canciones hablan de mí –filmada en un Madrid contemporáneo tan reconocible como personal– también “encierra la breve historia de un personaje a medias entre un hoy que termina y un mañana que empieza”, como escribió Fernández Santos del debut de Fernando Trueba. La aparente urgencia de su hijo Jonás por saldar deudas con el pretérito avanza a medio camino entre lo serio y el pastiche, entre las vivencias experimentadas en la vida y experimentadas en el cine y los libros, lo que no le impide entregar una obra más que carismática, atenta a los detalles y las fragilidades del alma, una obra de compromiso moral consigo mismo (en torno al supuesto final de un amor), tan estimulante por lo que tiene de emotiva –atentos a la memorable, sublime última escena– como desconcertante por su vacilante (engañosa) anacronía.

Publicado originalmente en Cahiers du cinéma. España (Diciembre 2010)