Un espectro recorre el mundo
Una
limusina blanca surca la capital financiera del planeta, mientras las calles de
Nueva York se paralizan, se agitan y se incendian. Es nuestro presente o un
futuro incierto. Tanto da. Varios acontecimientos de masas confluyen en la
metrópoli: un congreso mundial de Jefes de Estado, el funeral de un rapero
famoso, una violenta manifestación política… Pero contemplada desde el interior
del coche, del que David Cronenberg apenas quiere salir –como apenas quería
salir la novela de Don DeLillo–, la deblace de la ciudad (del mundo) parece silenciosa,
una mera contrariedad de camino a la peluquería. Parece que el caos aconteceria
en otro lugar aunque acontezca frente a nosotros, al otro lado del cristal
perfectamente blindado contra voces, ruidos, algarabías y proyectiles.
Brillante
metáfora: los responsables del colapso del capitalismo permanecen ajenos a sus
efectos, la sangre en principio no les salpica. Wall Street atraviesa Main
Street y permanece óbice a lo que ocurre a su alrededor, mientras el mundo que
han creado se hunde. En esa pecera, en ese despacho sobre ruedas, una limusina perfectamente
equipada con todo tipo de artefactos tecnológicos –la fusión máquina-cuerpo, la
nueva carne de Cronenberg–, circula Eric Packer (Robert Pattinson), un superdotado
asesor de inversiones de 28 años de edad, un prodigio de las finanzas que
apuesta toda su multimillonaria fortuna contra la subida del yen. Entre sus
preocupaciones y sus intereses: el sexo y los retóricos intercambios
intelectuales que mantiene con distintos asesores suyos, sobre todo mujeres. Su
odisea contemporánea, que transcurre a lo largo de todo un día, es el agónico
final de una era. También el suyo.
Robert Pattinson / Eric Packer |
Otro espectro recorre el mundo. Lo anuncian las pantallas gigantes de Times Square, las que brindan constante información de la salud bursátil, saboteadas por los activistas anti-sistema, que han variado la famosa frase inicial del Manifiesto comunista (Karl Marx y Philip Engels, 1848). “Un espectro recorre el mundo. El espectro del capitalismo”, lee Packer en los visualizadores digitales, consciente de las cualidades espectrales de su blanca limusina, centro de operaciones de los mercados financieros, generadores de las virtuales deudas y primas de riesgo que asfixian a la humanidad.
La
seducción claustrófica de Cosmopolis se
articula a través de una estructura de encuentros, citas y diálogos con los que
Cronenberg, como ocurría en Un método
peligroso (2011), privilegia el poder desestabilizador de la palabra sobre
cualquier otro estímulo. Primero se une al trayecto final de Packer un joven de
22 años con el cerebro muy bien amueblado (Jay Baruchel), después dos mujeres
–interpretadas por Juliette Binoche y Samantha Morton–, y también su médico
personal, que tras el reconocimiento anal diario le diagnostica una “próstata
asimétrica”, gran motivo de estrés y preocupación para Packer. En el camino, también
se cruza con un activista social (Mathieu Amalric) determinado a estampar una
tarta en su rostro, y se toma varios respiros con su mujer (Sarah Gordon) para consumar
sexualmente un matrimonio de conveniencia.
Paul Giamatti, sobreactuado, interpreta a Benno Levin |
El final de la singladura por el oceáno embravecido de la metrópoli financiera está reservado al duelo final, el de Packer con su némesis Benno Levin, un hombre atrabiliario (y sobreintepretado por Paul Giamatti) con un plan de venganza. Si hemos estado atentos a lo que ocurría al fondo del plano, más allá del cristal, durante unos segundos habremos visto antes a Benno cruzar furtivamente el plano –al igual que un monólogo del personaje interrumpía súbitamente el fluir de la novela y modificaba su punto de vista–, caminando por la calle, como si fuera un figurante más. Hay tantas líneas de fuga acumuladas en las entrañas del relato como en la superficie de los planos, por muy sucinta o lacónica que sea su apariencia. Cosmopolis encuentra en su ritmo y su viscosidad oral la gelidez y el sentido onírico de la visionaria novela de DeLillo.
Los
mercados se precipitan al abismo sin remisión, y mientras, en su perorata
teórica con Packer, la asesora Vija Kinsky (Morton) dice: “El dinero ha perdido
sus cualidades narrativas, tal y como le sucediera a la pintura hace ya tiempo”.
Los movimientos del dinero no obedecen a una lógica argumental, no pueden
leerse, solo interpretarse. La expresión extrema del capitalismo contenida en
el aforismo de Kinsky asoma en muchas otras líneas de diálogo, extraídas
literalmente del texto de DeLillo, como aquella con la que un personaje resume el
itinerario dramático del film: “La lógica extensión de los negocios es el
asesinato”. Y es que desde sus títulos de crédito inscritos sobre pinturas de Rothko,
Cosmopolis asume plenamente que su cualidad
narrativa también se conjuga en la abstracción, que el cine también perdió su
lógica dramática. La cadencia de Cosmopolis
es como la de un tema de Charles Mingus: un caos calculado, una tensión
fría rota por estrépitos de violencia.
Juliette Binoche, fogosa asesora de Eric Packer |
Pocas películas como ésta se proponen en estos tiempos forzar la atención del espectador de tal modo, obligando a un segundo y tercer visionado, a una segunda y tercera audición. El “cine de la palabra” abastece el discurso cinematográfico de Cosmopolis, como ya ocurría en el anterior largometraje de Cronenberg, ese que se tachó de “académico” o “teatral” o “antiguo”. Como hiciera con las novelas El almuerzo desnudo de Burroughs, Crash de Ballard o Spider de McGrath, Cosmopolis suma un nuevo desafío en la pulsión del cineasta canadiense por adaptar textos literarios imposibles, pero si hasta ahora las construcciones filosóficas se traducían en la fuerza estética y las abyecciones de la carne tan características del director de Videodrome (1983), la experiencia conceptual que propone en sus últimos trabajos encuentra su base exclusiva en las no menos intrincadas apropiaciones de la retórica dialogada.
El extraordinario
díptico que forma Cosmopolis con Un método peligroso no tiene únicamente
resonancias formales, como si Cronenberg –¡quién lo iba a decir!–, cruzada la
edad de jubilación, se sintiera a estas alturas más cerca de Manoel de Oliveira
que de cualquier otro cineasta. Ambas películas forman sobre todo un díptico en
torno a las transformaciones psico-sociales del siglo XX, aquellas que han
determinado el destino de las civilizaciones. En Un método peligroso, Karl Jung y Sigmund Freud arriban a Nueva York
desde la vieja Europa y en la cubierta del transatlántico intercambian un breve
diálogo: “(Jung) Lo que estás viendo es el futuro / (Freud) ¿Crees que saben
que estamos llegando, trayéndoles la plaga?”. El plano muestra cómo la Estatua
de la Libertad se abre un hueco entre ambos personajes. Del origen del
psicoanálisis al fin del capitalismo, las patologías de la primera mitad del
siglo XX –que condujeron al holocausto judío– quedan encapsuladas en Un método peligroso, mientras que las
patologías de su segunda mitad –la victoria y extenuación del capitalismo–
trazan el recorrido moral de Cosmópolis.
Nueva York, la ciudad universal, como lógica zona de confluencias.
Freud (V. Mortensen) y Jung (M. Fassbender) en Un método peligroso (2011) |
El
destino de la humanidad, como siempre en el autor canadiense –cuya obra, desde
la seminal Rabia (1977) hasta hoy, ha
ido cincelando con una clarividencia reservada solo a los grandes maestros–,
sigue propulsado por la tecnología, el deseo carnal y la violencia. Por su alcance
teórico, Cosmopolis es probablmente
la mejor película posible en torno al colapso del capitalismo, pero también la mejor película posible
a la que podría llegar Cronenberg como cineasta. A la luz de la rivalidad
intelectual desmenuzada en Un método
peligroso, Packer emerge ahora como el espectro que atraviesa la historia,
esa posible síntesis de las patologías que Freud y Jung creyeron adivinar en
las motivaciones profundas, subconscientes, del ser humano. Su odisea da tanto la
razón a Freud, porque se mueve y razona motivado por estímulos exclusivamente sexuales,
como a Jung, porque su intuición le indica que el orden humano, quizá hasta el
de los mercados financieros, responde a un indescifrado orden cosmológico.
Publicado originalmente en "Caimán. Cuadernos de Cine" (Octubre, 2012)