Utopías del cine
El crítico Andrew Sarris escribió en una ocasión que el musical es algo que “todo esteta en Nueva York, Londres y París quiere hacer”. Por entonces, Jean-Luc Godard ya había comprendido que los musicales son “la idealización del cine”. Ambos pensamientos vienen a considerar la expresión musical como una posible utopía para el arte cinematográfico.
1.
Apenas unos días antes de que los
estudiantes franceses levantaran barricadas en las calles parisinas del 68,
Godard se encerró en un estudio de Londres con los Rolling Stones y un pequeño
equipo de rodaje. El autor de Pierrot le
fou (1965), que había anunciado su (falso) abandono del cine con Week End (1967), filmó diversos
planos-secuencia, tomas panorámicas de cómo Mick Jagger, Keith Richards, Brian
Jones, Bill Wyman y Charlie Watts alumbraban uno de los himnos míticos del rock & roll. El grupo londinense desentrañaba los sonidos secretos del tema Sympathy
for the Devil. Las sucesivas tomas del cineasta correspondían por tanto a
las sucesivas tomas de los músicos en sus estragos para encontrar el tono final
de un tema que se les resistía una y otra vez. Godard tocaba así con sus manos
otra posible utopía para el cine: documentar un memorable (y revolucionario)
acto de creación colectiva. Ese valiosísimo material, asociado a otros tres
bloques de planos-secuencia de alto contenido político –el pronunciamiento del
manifiesto de los Black Panthers en
un desguace, la lectura del Mein Kampf en
una librería de literatura pornográfica, Anne Wiazemsky contestando con
laconismo las insidiosas cuestiones políticos que le arroja un reportero
televisivo–, quedó recogido en el excéntrico largometraje One plus one (1969), título
inspirado en un graffiti, que en su distribución internacional mutó a Sympathy for the Devil.
Godard saluda a Keith Richards en el rodaje de One plus One (1969) |
Pedro Costa ha mencionado la gran influencia que One plus one ha ejercido en él a la hora de filmar a Jeanne Balibar –musa de Rivette, de Desplechin, de Asssayas…– en las grabaciones de sus discos Slalom Dame (2006) y Paramour (2009), y en los ensayos de la opereta La Périchole de Offenbach, es decir, el grueso de las imágenes que conforman Ne change rien. Sospechamos que no es la clase de influencia que procede de la superficie de las imágenes, de lo que éstas nos muestran o imprimen en la pantalla, sino más bien de lo que hay detrás de ellas. Pedro Costa quería comprobar si el trabajo de un grupo de música –el batería, el guitarrista, el bajista, la cantante, etc.– se ajustaba a su modelo o a su idea del cine. Al menos a la idea del cine como un ejercicio de ascetismo, paciencia y trabajo diario. Al modelo de cine, en definitiva, que venía practicando desde El cuarto de Vanda (2000), cuando después de diversas y dolorosas experiencias en el circo de un rodaje industrial, decidió refugiarse en el deprimido barrio de Fontainhas y manufacturar sus películas en solitario. Su carrera en una encrucijada: avanzar hacia el suicidio o hacia la utopía.
El cineasta se instala en un
estudio en Tokio con Jeanne Balibar y sus músicos igual que unos años antes se
había enclaustrado en la sala de montaje de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet
(¿Donde yace tu sonrisa escondida?,
2001), o en la covacha de herrumbre y polvo de un barrio lisboeta (El cuarto de Vanda, 2000), o en el
dormitorio blanco de unas viviendas de realojo social (Juventud en marcha, 2006). Los planos que fija el cineasta –en una
película de muy pocos planos– construyen un espacio cerrado, una burbuja fuera
del tiempo, en la que no hay noche ni hay día. Como un sueño, entre lo táctil y
lo etéreo. En ese espacio, el cineasta se rodea de unas personas a las que
observar, se encierra sin ideas preconcebidas ni grandes expectativas, en
suspenso y en el aparente vacío. Alerta a los invisibles hilos que van tejiendo
los gestos y las palabras. Alerta a las historias que esos hilos nos cuentan, a
las certezas que transmiten, a las inquietudes que suscitan las repeticiones y
los silencios, las largas tomas, las cadencias, los compases y los sonidos una
y otra vez enunciados. Alerta ante el nacimiento de una posible ficción. Como
si Pedro Costa anduviese en busca de la alquimia perfecta, esa de la que
hablaron Sarris y Godard: cuando hacer cine es hacer música. O al revés.
Jeanne Balibar y Pedro Costa. Foto: Valerie Massadian |
2.
Regresemos a 1968 para glosar
otra clase de utopía cinematográfica. El mismo año que Godard filmaba a los
Rolling Stones en Londres, tras no pocas dificultades Jean-Marie Straub y
Danièle Huillet culminaron su Crónica de
Anna Magdalena Bach, el musical más estrictamente materialista (y marxista)
de cuantos se han filmado. El discurso marxista no proviene de la palabra y su
retórica (como lo hacía en el film de Godard), sino de la propia imagen. La
película muestra a músicos de Basilea interpretando numerosas composiciones de Johann
Sebastian Bach, ataviados con ropas y pelucas dieciochescas, en los lugares
adecuados y con los instrumentos barrocos para los que Bach compuso sus piezas.
Las interpretaciones musicales –una por cada género y por cada periodo creativo
de Bach– forman un biografía musical del genio alemán en la que la materia
cinematográfica y musical se fusionan por completo. La “biografía” de Bach que
filma el matrimonio Straub no tiene ningún carácter espiritual, está
completamente desposeída de interpretaciones psicológicas o de ficciones de
carácter historicista. En diversos bloques de tomas de sonido directo y
filmadas en un solo plano fijo (con alguna excepción), lo que vemos es a unos
músicos trabajando. Ni más ni menos.
Crónica de Anna Magdalena Bach (1969), de Straub y Huillet |
Qué duda cabe que el otro gran
eco que resuena en las imágenes de Ne
change rien es el de Crónica de Anna
Magdalena Bach y la conciencia materialista del cine de los Straub. En el
preludio de la película de Costa, Balibar interpreta una versión sombría del
lamento rockabilly Torture de Kris Jensen,
un foco la ilumina sobre el escenario silueteando su frágil figura en un cono
de luz. Es un plano fijo ciertamente largo. A continuación, el portugués pone a
prueba la concentración del espectador –o más bien su compromiso con lo que ve
y escucha– registrando durante largo tiempo, en plano sostenido, los ensayos
del tema Cinéma, cuando Balibar y el
guitarrista Rodolphe Burger tratan de sumergirse en el ‘mantra’ de la canción.
Será un procedimiento habitual en la película. Concebida en bloques, con cortes
delicados entre uno y otro, el resto del film responde al mismo empeño por
querer instalar al espectador, con todas sus consecuencias, en el acto
disciplinado y tedioso de la creación musical, que se revela tan metafísico
como mundano. El rigor de la “puesta en escena” no decae por un instante
durante los cien minutos del film.
El contrastado blanco y negro de las imágenes (a las que Costa confiesa que llegó por accidente, en la sala de montaje, saturando los colores de unas luces que consideraba "muy feas") replica el universo indefinido en el que se sumergen Balibar y Costa, dado que Ne change rien es tanto una película sobre el proceso de creación de Jeanne Balibar como una película sobre el proceso de creación de Pedro Costa. Película de implosiones, que retrata en claroscuros un mundo cerrado, sin relación aparente con lo que le rodea, cuyas fugas de emoción irradian hacia dentro y nunca hacia fuera. No veremos al público para el que interpreta Balibar, no tendremos acceso a lo que hay delante de ella, ni al rostro de su directora musical en los tensos ensayos de La Périchole, ni al mundo que existe más allá de los músicos encerrados en su cápsula creativa. Como los seres "zombificados" que habitan las películas de Costa, siempre en suspenso, los músicos de Ne change rien, y especialmente Jeanne Balibar, también respiran en un limbo que limita con el infinito. El negro es por tanto el magma de la imagen, su fondo y su forma, y de las grietas de luz emerge el rostro Balibar como una efigie griega, fotografiada a veces como Sternberg iluminó a la Dietrich, o como si habitara un cuadro de Delacroix, en el purgatorio donde la luz y la oscuridad se extinguen.
El contrastado blanco y negro de las imágenes (a las que Costa confiesa que llegó por accidente, en la sala de montaje, saturando los colores de unas luces que consideraba "muy feas") replica el universo indefinido en el que se sumergen Balibar y Costa, dado que Ne change rien es tanto una película sobre el proceso de creación de Jeanne Balibar como una película sobre el proceso de creación de Pedro Costa. Película de implosiones, que retrata en claroscuros un mundo cerrado, sin relación aparente con lo que le rodea, cuyas fugas de emoción irradian hacia dentro y nunca hacia fuera. No veremos al público para el que interpreta Balibar, no tendremos acceso a lo que hay delante de ella, ni al rostro de su directora musical en los tensos ensayos de La Périchole, ni al mundo que existe más allá de los músicos encerrados en su cápsula creativa. Como los seres "zombificados" que habitan las películas de Costa, siempre en suspenso, los músicos de Ne change rien, y especialmente Jeanne Balibar, también respiran en un limbo que limita con el infinito. El negro es por tanto el magma de la imagen, su fondo y su forma, y de las grietas de luz emerge el rostro Balibar como una efigie griega, fotografiada a veces como Sternberg iluminó a la Dietrich, o como si habitara un cuadro de Delacroix, en el purgatorio donde la luz y la oscuridad se extinguen.
El tema Ne change rien de
Jeanne Balibar samplea la voz de
Godard con que arranca sus monumentales Histoire(s) du cinéma (1988-1997): “No cambies nada para que todo sea diferente”. Una frase que ya había recogido Bresson en Notas sobre el
cinematógrafo (1975) –“Sin cambiar nada, que todo sea diferente”–, y que Giuseppe Tomasi di Lampedusa puso en
boca del príncipe de Salina –“Si queremos que todo siga como está, es necesario
que todo cambie”– en su novela El gatopardo (1957), llevada al cine por Luchino Visconti en 1963. Pedro Costa, al
encontrar otras cuatro paredes en las que encerrarse, otros zombis a los que
filmar, al encontrar rastros de Vanda en Balibar, consigue que todo cambie para
que todo siga siendo lo mismo.
Publicado en el libreto de DVD de Ne change rien, editado por Cameo
2 comentarios:
Muy interesante el artículo, pero veo que no eres un auténtico fan de la música moderna, pues los Stones no son mancunianos, pocas cosas hay más londinenses ellos.
Gracias Jesús, no es que no sea fan de la música moderna, es que hay despistes que no tienen perdón. Corregido.
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