Olvidado Rey Godard
En una conversación que
mantuvieron para la televisión francesa en 1987, Jean-Luc Godard le confesaba a
Marguerite Duras: “Ahora empiezo a llegar al final y me siento un poco solo”.
La soledad de Godard no es sólo la del intelectual que se aísla en una apartada
villa suiza con su compañera, ni la del ermitaño que ha desarrollado una
alergia a la vida social, a la prensa y los reconocimientos –capaz de dejar
plantados, en el mismo año, a Cannes y a Hollywood, los dos grandes bastiones del
cine mundial–, ni la del artista insobornable de convicciones culturales y
políticas alejadas del pensamiento único. “Si me llevo mal con los terrestres
es probablemente porque formo parte de los extraterrestres”, dijo en cierta
ocasión. La soledad de Godard es, en todo caso, la de su pantagruélica obra,
que forma todo un continente en sí misma –casi doscientas películas entre
largometrajes, cortos, televisión, vídeo-arte, publicidad, clips, cine-ensayo,
diarios filmados, etc.–, de formas y relieves ferozmente intransferibles, una
obra totalmente al margen de las inercias y exigencias de producción de la
industria. Como dijo Rossellini de Chaplin: “Es la obra de un hombre libre”.
Son muchos los rostros bajo los
que se ha disfrazado la leyenda de Godard a lo largo de los ochenta años que ya
ha cumplido. Decir Godard es decir Cine, en mayúsculas. Tanto como decir
Picasso es invocar el Arte del siglo XX. Seis décadas detrás de la cámara
recorridas por un cineasta en perpetua revolución con el arte y consigo mismo.
En los cincuenta, el Godard crítico de los nacientes “Cahiers”; en los sesenta,
el cineasta de la Nouvelle Vague –su etapa más exitosa y reconocible, la que va
de las obras maestras Al final de la
escapada (1960) con Jean Seberg a Pierrot
le fou (1965) con Anna Karina, pasando por Vivir su vida (1962) y El
desprecio (1963) con Briggite Bardot–; en los setenta, el Godard militante
que surge bajo el agitado frenesí maoísta del 68; en los ochenta, el
videoartista de la televisión; en los noventa, el sabio ensayista y
deconstructor de la imagen –con su ‘opus magna’, las Histoire(s) du cinéma (1988-1998), ocho partes donde cabe todo el
cine y todo el siglo XX–, y en la primera década del tercer milenio, el
filósofo y genio visionario que traza el camino de la explosión digital. Mito
viviente del siglo del cine, Jean-Luc Godard es el cineasta que ha dedicado su
vida a devolverle al cine aquello que le arrebataron los “canallas” del
capitalismo –como se refiere a ellos en Film
Socialisme (2010)–: su función como instrumento de pensamiento, y no como
exclusiva herramienta mercantil.
Es producto entonces de la
ingenuidad o de la ignorancia llevarse a sorpresa porque en el año 2010 cometiera semejantes “herejías” como dejar plantado al Festival de Cannes
–“porque sólo hubieran hablado de mí y no de la película”, le dijo a la revista “NZZ”–, o que rechazara la
concesión de un Oscar Honorífico por parte de la Academia de Hollywood –“porque
no tengo visado para entrar en Estados Unidos, no quiero solicitarlo y no
quiero volar tan lejos”, explicó a la misma publicación suiza–. Su carácter
polemista y arrogante le ha seguido como una sombra durante toda su vida. El
impulso del forajido, del outsider creativo,
forma parte de su ADN. Desde Weekend (1967),
adaptación casi conceptual de un relato de Julio Cortázar, abandonó la
literalidad cinematográfica para sumirse en el ensayo fílmico y renacer de
nuevo como un filósofo de la imagen. De ahí que su nombre, durante prácticamente
tres décadas, haya seguido asociado a sus obras de juventud para el común de
los mortales. Pero en todos estos años, aunque las pantallas españolas por lo
general hayan ignorado su existencia, Godard ha entregado una obra dinámica,
transformadora, en perpetua relación con la deriva del cine y los tiempos. Sus
películas respiran el aire de cada época que las ha alumbrado: Todo va bien (1972), Que se salve quien pueda (la vida)
(1979), Yo te saludo, María (1983), King Lear (1987), Helas pour moi (1993), Notre
musique (2004)…
El año 2010 fue especialmente profuso en “acontecimientos Godard”. Aparte del ruido mediático
que generaron sus sonadas ausencias, 2010 trajo consigo el estreno de su
último trabajo, Film Socialisme; pero también la publicación de la controvertida
biografía escrita por Antoine de Baecque (que desató un debate sobre el
supuesto y legendario antisemitismo de Godard), y en España acaba editó Intermedio el cofre Jean-Luc Godard. Ensayos –que incluye en cuatro DVD ocho
ensayos cinematográficos, de Le Gai
savoir (1968) a su autorretrato JLG/JLG
(1995)–, acompañado del libro Jean-Luc
Godard. Pensar las imágenes (Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas), una
compilación de entrevistas, conversaciones y presentaciones que recoge las
ideas de Godard –maestro de los aforismos– a lo largo de medio siglo. En sus
palabras tanto como en sus películas palpita el vértigo de la aventura del
pensamiento, inevitablemente complejo y contradictorio, pero siempre
apasionante: “Si alguien me ha entendido –dice un personaje en Notre musique–, es que no he sido
claro”.
Godard es una isla con un faro. A pesar de la distancia que mantiene respecto a las formas de cine que practican sus colegas, su figura emerge como la gran autoridad moral del cine contemporáneo, con la estatura de un gurú o un profeta que alumbra el camino de las imágenes futuras. Todas las películas a su alrededor parecen envejecer varios años cuando Godard estrena un nuevo filme. Ya ocurrió con Elogio del amor (2001), donde volcó sus ideas sobre el potencial estético de la imagen digital, y el tiempo dirá si ocurrirá lo mismo con Film Socialisme, que es tanto una declaración política, una meditación sobre la historia de Europa y el debacle económico, como un collage estético sobre el reciclaje de las imágenes en la era “youtube”. De impresionante belleza estética, en su primera ficción realizada enteramente en vídeo, pareciera que Godard haya empleado todo formato imaginable para glosar el “socialismo” en la pantalla, de la alta a la baja gama, del HD a las descargas de Internet o las imágenes grabadas con móvil.
El filme se
estructura como una sonata en tres movimientos. El primero es un crucero por el
Mediterráneo donde se hablan varios idiomas (como en Una película hablada de Oliveira) y en donde deambulan personajes
como una cantante americana (Patti Smith) o un filósofo francés (Alan Bidou);
el segundo se sitúa en una casita y una gasolinera en Francia, donde un niño
invidente protagoniza una escena extrañamente bella y perturbadora junto a su
madre; y el tercero transita, recurriendo en buena medida al archivo de los
horrores del siglo XX, por el itinerario del transatlántico, empezando en
Egipto, pasando por Grecia (“a la que Europa le debe todo”) y terminando en
Barcelona. “España es un país donde no faltan en este momento oportunidades
para morir”, escribe sobre negro, para que la pantalla se abra en abismo a los
toros, a Velázquez, a Iniesta, a Don Quijote, la Guerra Civil, Hemingway y
Orwell… una visión de nuestra cultura sorprendentemente estandarizada (incluso
folclórica), pero que juega su papel decisivo en este viaje ominoso y
enigmático a la decadencia de la civilización, y que termina con un gigante,
implacable “No Comment”. La parálisis de acción frente a una película que glosa
el fracaso humanista con la distancia y la lucidez de un poeta cansado. Desde
su lejanía y aislamiento, Godard ha dejado de contemplar el Reino de la
Posmodernidad que un día fue suyo y rumia el cine de nuestro tiempo como un rey
sabio y olvidado, desterrado en la soledad de su castillo. Su patria es el
Cine.
Publicado originalmente en El Cultural (3.XII.2010)