Jonathan Franzen
"Escribo para los misfits"
Jonathan Franzen en París. © Carlos Reviriego |
París,
14ème. No muy lejos de aquí, apenas a diez minutos a pie, lectores de cualquier
lugar del mundo muestran sus respetos a Charles Baudelaire, a Samuel Beckett, a
Julio Cortázar. En esta soleada mañana de septiembre se hace extraño caminar
desde el cementerio de Montparnasse hasta un hotel del barrio de Saint-Germain
para conocer a Jonathan Franzen (Chicago, 1959), quizá el mejor escritor
norteamericano vivo (con el permiso de Roth, Pynchon y DeLillo), posiblemente
el más rico y exitoso, con seguridad el más ambicioso. “No escribo para todo el
mundo –dirá poco después en el patio privado de su habitación–. Escribo para la
gente que no encaja en él. Para los que no están satisfechos y sienten
vergüenza. Escribo para los misfits. Y
pertenecen a todas las clases, a todas las razas y sexos y edades. No es una
minoría insustancial, quizá llegan al 5% de la población, puede que más. Son
esas personas que leen y que quizá visitan las tumbas de sus escritores
preferidos, porque se sienten menos solos haciéndolo. Esa es la gente que
realmente me preocupa”.
El mapa de la ambición de Franzen se cifra ahora en
el vasto territorio que recorren las páginas de Libertad, su cuarta novela, la primera que escribe desde que Las correcciones (2001; Seix Barral,
2002), publicada en la semana previa a los atentados del 11 de septiembre,
provocara un seísmo en el mercado editorial –vendió casi tres millones de
ejemplares– y devolviera esperanzas al futuro de la novela. “Mi frustración
antes del éxito procedía de que siempre he querido escribir novelas complejas
que pudieran ser disfrutadas por un lector masivo. Lo intenté de un modo muy
deliberado con mis dos primeras ficciones –Ciudad
veintisiete (1988; Alfaguara, 2003) y Movimiento
fuerte (1992; Alfaguara, 2004)–, pero fue muy frustrante comprobar que, en
lugar de llegar a los dos tipos de público, el literario y el masivo, no
llegaran a ninguno. Reconozco que he ido modificando mi estilo para poder
encontrar al lector que buscaba. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de qué era
lo que le faltaba a mi literatura, pero cuando terminé Las correcciones me llegó a intimidar su solidez, porque realmente
había metido ahí todo lo que llevaba dentro. El éxito me ayudó a ver que estaba
atenazado por el deseo de gustar a todo el mundo, así que fue muy liberador
saber que no tendría que preocuparme más por eso”.
Asegura Franzen que el ciclón editorial de Las correcciones no ha modificado
sustancialmente su vida, ni tan siquiera la presión de la reválida. “He hecho
mucho dinero de forma inesperada –dice–, pero no soy una persona rica, sino una
persona pobre con dinero. He sido pobre durante tanto tiempo que siempre lo
seré”. Tras el reconocimiento mundial, se dedicó durante un par de años “a
jugar más al tenis, aprender a tocar la guitarra y socializar con amigos”, pero
pronto volvió a su hábito monacal de aislarse en una habitación con un
ordenador sin conexión a Internet, no tomar vacaciones y escribir nueve horas
durante seis o siete días a la semana. Estos días, un año después de que la
publicación de Libertad en Estados
Unidos le asegurara un lugar en el olimpo de las letras americanas, se ha
sumergido de nuevo en la causticidad de la familia Lambert, protagonista de Las correciones. La culpa es de la
cadena HBO y su producción de una serie de cuatro temporadas inspirada en la
novela, y en la que Franzen, gran entusiasta de la teleficción americana
–“especialmente de Breaking Bad, que
digan lo que digan es mejor que The Wire”–,
no ha podido evitar involucrarse. “Al menos la mitad de la serie será material
nuevo, que no estaba en la novela. He escrito algunos capítulos y ahora estamos
con el casting. Está previsto que el
episodio piloto se ruede en enero”, informa con un entusiasmo que no puede
disimular.
Nuevos tiempos, nuevos enemigos. En apariencia, Franzen ha repetido la operación. Si
nueve años atrás conjuró la América de Clinton con la extensa crónica de una
familia del Medio Oeste –levemente inspirada en su propia familia–, con Libertad Franzen ha vuelto a entregar la
“gran novela americana” de su tiempo, tomando otra vez un microcosmos familiar,
los Berglund, como fuerza centrífuga de un retrato expansivo, político y
sentimental a partes iguales. Su impacto ha sido aún mayor. Que se haya
convertido en apenas el sexto escritor que ocupa la portada del Time en los noventa años de historia de
la publicación no es algo anecdótico, especialmente si le preceden pesos
pesados como Joyce, Salinger, Nabokov, Morrison y Updike. Pero su ambición no
coquetea con la fama –“si esto me hubiera ocurrido con 25 años, mi vida sería
un desastre, pero afortunadamente me ocurrió a los cuarenta”, asegura–, sino
más bien con la necesidad de erigirse en voz y radiógrafo de la conciencia
moral americana. Si Las correcciones dirigía
su amplio objetivo al zeitgeist de
los noventa –describiendo con precisión febril la saturada atmósfera
socio-cultural de una década que murió bajo los escombros del World Trade
Center–, en Libertad descompone y
desentraña los terrores de todo lo que vino después.
“Escribí Las
correcciones como un ataque al materialismo, al determinismo biológico y al
deterioro del consumismo –explica Franzen–, pero en Libertad el origen ha sido de carácter más político. Imaginé un
libro que de alguna manera pudiera lidiar con la ira de vivir en un país
asfixiado en las mentiras de un Gobierno que estaba explotando cínicamente el
11-S, inventando una guerra muy cara para distraer al país de la demolición de
las prestaciones sociales”. Como su prosa, el discurso de Franzen se precipita
en frases muy largas y generosas en subordinaciones, saltando de un tema a otro
sin solución de continuidad. “Al mismo tiempo, quería entregar una forma
novelística que pudiera resistir esta cultura de la estimulación instantánea y
vacía que han traído las nuevas tecnologías. De un día para otro, los cigarros
fueron sustituidos por los dispositivos móviles, no menos perjudiciales para la
salud mental. Encontré mis nuevos enemigos en los nuevos tiempos”.
–Vasili Grossman escribió que “el deber civil del
escritor es contar la terrible verdad”. ¿Siente usted ese deber?
–Sin duda. Pero vivimos bajo tal saturación de
mentiras, que es casi demasiado fácil para el artista contar la verdad de forma
satisfactoria. Creo que hay mucha hambre de verdad. Y aún así, no es fácil
hacerlo. Porque, evidentemente, ¿cuál es la verdad? Contar la verdad en
literatura se traduce no solo en expresar aquello que es una verdad lógica o
filosófica para ti, sino que está más relacionado con tomar riesgos personales.
–La batalla de Walter Berglund frente a la
superpoblación mundial es uno de los grandes temas políticos de la novela. ¿Por
qué cree que este fenómeno ha sido silenciado por los medios en favor de otras
predicciones catastrofistas?
–Debo señalar que es usted apenas el segundo
periodista que me pregunta por la superpoblación. Así que, evidentemente, es un
tema silenciado. [Pausa] Aunque sea un fenómeno cuya realidad es
incuestionable, es un tema políticamente incorrecto por las razones correctas.
No lo es para una persona china, pero si vives en un país con un bajo
coeficiente de natalidad, con mayoría de caucasianos, en el que cada uno de
ellos consume una media de diez o veinte veces más recursos que un africano o
un asiático, te encuentras en una situación imposible para alertar sobre la
densidad de población en el mundo. Y como de algún modo puede verse en la
historia de Walter, es difícil distinguir su alarmismo frente a la
superpoblación de su simple y llana misantropía.
Realismo trágico. En un ensayo vindicativo de “la novela en la era de
las imágenes”, que escribió para la revista Harper,
Franzen definía la ficción que admira como “realismo trágico”, un “antídoto
contra la retórica de optimismo que pervierte nuestra cultura”. Freedom es una novela política pero
sobre todo un viaje emocional al corazón de la familia americana, a las
pulsiones del sexo y la amistad traicionada, en donde parecen caber todas las
formas de tragedia. “Gran parte de lo que me interesa escribir es generalmente
material tóxico. Cosas vergonzosas como relaciones sexualizadas entre madre e
hijo. La novela de H. D. Lawrence Hijos y
amantes ha sido importante para este libro, precisamente porque me produce
un sentimiento insoportable. Va tan directa al asunto –a la confusión sexual y
los celos de la madre por la novia de su hijo–, que hay que reconocer que
Lawrence encontró la forma de tratar por primera vez en la literatura esos
sentimientos tan espinosos. Pero creo que debería haber manejado ese material
más cuidadosamente, utilizado herramientas mejores. Y una de ellas es tomar una
cierta distancia irónica”.
A pesar del “material tóxico”, los lectores de Libertad pronto se ven arrastrados por
la cualidad adictiva del libro, por la fuerza motriz de unos personajes que
evolucionan de caricaturas a seres de carne y hueso: el abogado ecologista de
personalidad pasiva-agresiva Walter, su mujer Patty, vecina perfecta que se
sumerge en el vacío de su existencia, y un hijo quinceañero, Joey, que por
despecho al liberalismo militante de sus padres se sindica con los
republicanos. Alrededor de sus universos, orbita Richard Katz, antiguo
compañero de Walter, rockero saturnino y sarcástico, mujeriego incorregible.
Seres que siempre se topan con su soledad en busca de la felicidad imposible.
“Tuve que reconciliarme a lo largo de quince años con el hecho de que no tengo
una sola personalidad –explica Franzen–. Es parte de lo que me cualifica para
ser un escritor de ficción. No estoy seguro de qué persona soy. A veces el sentimiento
de desmembración es tan preciso que puedo alejarme y hablar conmigo mismo, y no
sólo de forma bilateral, sino con varias personalidades. Soy Walter y Richard y
también una mujer adulta y un adolescente mimado. Lo que he estado haciendo
durante todos estos años de continua batalla con el libro es dejar que todas
las partes desesperadas de mí se conviertan en una suerte de arquetipos”.
La adicción que produce Libertad se debe al compromiso adquirido de Franzen con la forma
novelística como fuente de placer en un tiempo en el que “hay tantas
distracciones y estímulos a nuestro alrededor que es imperativo implicar al
máximo al lector”. No es una novela de misterio ni un artefacto determinado por
la creación de intriga. Libertad está
más cerca de un estudio antropológico de la neurosis colectiva de nuestra
civilización. ¿Cómo consigue entonces Franzen embaucarnos de tal modo en la
suerte de sus criaturas? La crítica generalmente ha asociado su método con la
novela decimonónica, pero Franzen defiende que “las conquistas literarias de Libertad trascienden las herencias
narrativas adquiridas”. Van efectivamente más allá de Tosltoi, de Dickens o de
Stendhal, escritores con quienes sistemáticamente se le ha comparado. “Siempre
he buscado un tono en el que el lector se pueda sentir en buenas manos. Quiero
traer placer con todo lo que escribo. Placer intelectual, emocional,
lingüístico y estético. Es cierto que voy a adentrar al lector en terrenos
morales que pueden ser asustadizos y extraños, pero quiero que se sienta seguro
porque le guía alguien que no está siendo controlado por este material. Cuando
alguien tiene el tono correcto en la primera página del libro, confío en él, sé
que está por encima de lo que escribe”.
Distancia irónica. Puede que Libertad
agujeree el corazón del lector como solo pueden hacerlo los dramas
familiares terriblemente tristes y pesimistas, pero la mirada irónica,
despiadada de Franzen, que se considera “esencialmente un escritor cómico”, es
otra de las fértiles contradicciones que hacen su prosa tan fascinante. “La
ficción es para mí una autobiografía en tercera persona”, explica Franzen, que
empezó a escribir Libertad en primera
persona pero tuvo que recomenzar para prestarle su voz a Patty, el personaje
germinal del libro. “De ahí surgió un ambiguo punto de vista que determina el
tono del libro. Comprendí que ella debía escribir su historia de modo que
pudiera reírse de sí misma. Si no, no podría haber narrado la historia
inenarrable”.
–Se ha dicho con frecuencia que sus libros están más
cerca de las novelas del siglo XIX que de las del siglo XXI…
–Hay cosas que haría de forma distinta si hubiera
predicho algunas reacciones con la novela. Por ejemplo, nunca habría mencionado
en ella Guerra y paz, porque al
introducir su lectura parece que estuviera comparándome con Tolstoi. Y eso me
hace pasar por un idiota. Pero no era mi intención. Me di cuenta de que
esencialmente estaba robando la trama de triangulo amoroso de Guerra y paz (Pierre/Walter, Andrei/Katz
y Natasha/Patty), y entonces pensé que sería bueno darle el crédito a Tolstoi.
Las similitudes de mi estilo con la literatura decimonónica son claras, pero al
mismo tiempo no puedo empezar un libro sin tener antes una idea formal, y gran
parte de la excitación que me produce escribirlo procede de tratar de conseguir
que una nueva forma de narrativa funcione. Así que la dinámica en mi mente está
más cerca de la literatura moderna que de la del XIX.
Durante años, los círculos
literarios han reducido el debate entre el pasado y el futuro de la novela
americana a una contienda entre dos escritores, también dos grandes amigos.
Mientras el estilo de Franzen iluminaba las mejores virtudes del relato
clásico, el atormentado autor de La broma
infinita, David Foster Wallace, resurgía como exponente de la novela
postmoderna. La batalla intelectual se interrumpió bruscamente el 13 de
septiembre de 2008, cuando Wallace se ahorcó en su casa californiana. “Me
enfadó mucho –recuerda Franzen–, y en ese estado de rabia encontré una clase de
energía desconocida en mí”. Hizo algo que nunca había hecho antes. Empezó a
mascar tabaco (un hábito de Wallace, que presta a Richard Katz) y no paró de
escribir. “Fue en ese momento, a finales de 2008, cuando realmente arrancó la
novela. Hasta entonces sólo había estado dando palos de ciego”. En algo más de
un año había terminado el primer borrador de Libertad. “Debo reconocer que la amistad terriblemente competitiva
que teníamos David y yo es uno de los aspectos fundamentales en la relación
entre Richard y Walter. Hay momentos en los que el amor y la violencia están
conectados en la vida. Lo que es difícil de comprender para los que no son
cazadores, es que los cazadores aman aquello que matan. Y creo que a la gente
que no está familiarizada con la competición, les cuesta comprender cómo puedes
querer a alguien y al mismo tiempo mantener una batalla con esa persona”.
Pareciera que Franzen, que ha
viajado sin compañía a París, mantiene ahora la mayor parte de las batallas
consigo mismo. O con sus múltiples personalidades. Esencialmente solitario
(entre sus amistades se cuentan otros escritores como David Means), huérfano y
soltero convencido (estuvo casado con la escritora Valeria Cornell durante doce
años), puede resultar paradójico que Franzen, cuya gran ocupación aparte de
escribir es avistar pájaros en su residencia de campo en Santa Cruz, escudriñe
el mundo a través del prisma familiar. A sus 52 años, en esta desangelada
habitación de un hotel parisino, asegura que ha abandonado del todo la idea de
formar su propia familia: “En los últimos quince años he pasado por periodos en
los que me he planteado que debería tener hijos, porque mis padres fueron muy
importante para mí, aunque yo no descubrí lo buenos que fueron hasta que habían
desaparecido. Pero nunca ocurrió, y el matrimonio no fue una grata experiencia.
Como un editor sabio me dijo, muchas personas tienen hijos, pero no tantas
personas escriben buenas novelas. Quizá debería dejar que todas esas personas
tengan sus hijos y yo dedicarme a escribir más libros”.
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