Alocada estupefacción
En retrospectiva, uno revisa la filmografía de Pedro
Almodóvar, y en cada trabajo da la sensación de que hay poco espacio para el
azar, de que todo responde a un cálculo, a una carrera cuidadosamente
estrucutrada. Almodóvar es de esos cineastas que han ido creciendo bajo la
atenta mirada de sus espectadores, y aunque ha desarrollado el conjunto de su
obra en lo que aparenta ser un work-in-progress
sin interrupciones, lo cierto es que su imaginario no ha cesado de dialogar
entre sí de una película a la siguiente, sofisticándose, llenándose de símbolos
secretos y autocitas, también mediante un permanente homenaje al cine y a los
cineastas que adora. A estas alturas de su carerrera, cuando de la más
descarnada vocacación impúdica y punk ha caminado hacia un lugar en las
universidades, los Oscar y los festivales de alta alcurnia, de la cultura trash a la alta cultura, siempre es
intrigante descubrir qué es lo que el cineasta manchego, tan conocedor de sí
mismo, nos puede proporcionar para seguir manteniendo su halo de enfant terrible.
Con Los amantes
pasajeros nos invita a seguir planteándonos preguntas incómodas, preguntas
sin respuesta, preguntas que inevitablemente, si hacemos el esfuerzo adecuado,
nos acercan a nosotros mismos, a esa España invertebrada y a ese español
mezquino y hedonista, azconiano y sainetero, trágico y despreocupado que, lo aceptemos
o no, habita en nosotros. Sabe de aquellos que reaccionan con vehemencia, con
rechazo visceral, a lo que desea mostrarnos, y aún así no le duele en prendas
proporcionar motivos que sin duda aumentarán tantos odios enconados. La España
que retrata –y desde luego hay que admirarle y respetarle por seguir
haciéndolo, por no haber vendido su alma al diablo hollywoodense, cuando
ofertas no le han faltado– es irreductible a los deseos de los otros. ¿Qué
usted se siente más identificado con el modo en que nos retrató Berlanga que
con el que lo hace Almodóvar? No importa. En verdad, ambos caminos confluyen
desde sus opuestos. Así que Almodóvar nos invita ahora a hacer un examen de
conciencia en tiempos tan sombríos para España, sin que olvidemos quién fue y
quienes fuimos, acaso para asegurarnos que sigue siendo el mismo y nosotros
tampoco es que hayamos cambiado mucho. ¿O sí?
En Volver (2006)
giró su mirada hacia ¿Qué he hecho para
merece esto!! (1984), y hoy podríamos decir que en Los amantes pasajeros se propone rescatar lo que queda de aquel
director que con 31 años (hoy tiene 63) dirigió Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), no tanto desde
las formas como desde el espíritu de subversión, no tanto desde el cómo como
desde el qué. En verdad, sus modos y maneras se articulan en el sentido
opuesto. La propuesta estética enamorada del feísmo deliberado ha dado paso a
la minuciosa estilización del plano y la puesta en escena; la desacomplejada,
impúdica filmación del sexo, ahora que el sexo es el cotidiano de la televisión
y el cine, se ha tornado hacia el exceso del pudor, de manera que ni siquiera
una orgía merece un tratamiento carnal, sino que ahora prefiere filmarla con
exquisito pudor: ni un seno, ni un trasero, como mucho el relieve de una
erección. No es una novedad en todo caso que el cine del manchego se ha ido
higienizando al compás de su madurez.
Pero hay muchas otras cosas en Los amantes pasajeros que sí nos invitan a establecer parangones
con sus orígenes. Esos personajes dotados de una sexualidad perversa y naif al
mismo tiempo (donde cabe desde luego la virginidad), el desmaño de un relato
que no le teme a las digresiones caprichosas, su estructura aparentemente
desordenada, la naturalidad de las relaciones homosexuales y la mirada
sarcástica hacia las frustraciones sexuales de los españoles, el empleo de las
drogas como vía de acceso al placer inmediato, siempre superponiéndose al
incesante drama que como una sombra ineludible se cierne sobre el destino de
sus criaturas, completa y deliberadamente inverosímiles… Todo ello estaba en Pepe, Luci, Bom… Todo eso está también
en Los amantes pasajeros, comedia no
menos disparatada que encuentra su zona de conflictos ideológicos en la
metáfora y apela a la subversión ya no desde la imagen, sino desde la palabra.
Las metáforas son evidentes.
Resumamos: el vuelo de la compañía Península donde se encierra casi todo el
relato, con un breve descenso al infierno de Madrid transido de un romanticismo
trágico, se ve obligado a un aterrizaje forzoso en un aeropuerto fantasma
producto de una negligencia. Mientras los pasajeros de la clase business, fauna
que simboliza la corrupción moral del país, se entregan al placer y el olvido,
entretenidos por los azafatos, los de la clase turista no se enteran de nada,
pues han sido narcotizados con ansiolíticos, para que no puedan protestar. Hay
que admirar la inteligencia de Almodóvar para hacer un diagnóstico moral de un
país deprimido, víctima del expolio y el desfalco continuado. De ahí que la
coartada de invocar a la comedia ligera y sofisticada de los años treinta resulte
tan pertinente, pues en ellas cabía esa necesidad de un gran artista (Hawks,
Capra, Lubitsch) de apelar al disparate y crear un universo fabulado para
satirizar un país y una clase social en crisis.
La subversión, decíamos, está en la palabra. Sobre todo en
estos tiempos de corrección política, cuando la incorreción ya no pasa por
filmar los cuerpos desnudos, felaciones o golden
showers que desfilaron por sus
películas. La insubordinación respecto al pensamiento único (el del BCE y el
desmantelamiento de los servicios publicos como imponderables) habita ahora
quizá en aquello que se piensa y se dice. Y Los
amantes pasajeros es una película hecha de palabra y de rostros
desquiciados, de personajes a los que odiar y también por los que sentir amor,
de tramas inestables y de diálogos tan imposibles y directos que sus
significados solo surgen desde la convicción. Uno podrá reírse mucho o nada con
las rebuscadas y surrealistas situaciones que propone Los amantes pasajeros (yo, lo confieso, apenas he cruzado la media
sonrisa durante la proyección, aunque me he divertido mucho con el número
musical de los azafatos, coreografiado para la cámara al ritmo de las Pointer
Sisters), pero desde luego no podrá albergar duda alguna sobre la posición
(ideológica, ética, histórica y humanista) en la que se coloca Almodóvar
respecto a la España de nuestros días, gobernada por tipos tan siniestros como
Montoro.
Y claro, todo ello, con la complicidad de un reparto de
intérpretes numeroso y envidiable, al mando de quien ha demostrado durante
décadas por qué es el mejor director de actores de la cinematografía nacional.
Podemos aceptar finalmente que la risa no sea quizá el objetivo final de este
film, que sus rupturas de la moral dominante deriven hacia la infantilización,
que la ligereza de su epidermis y su acomodo en la comedia del absurdo (no muy
lejos de lo que propusieron Abrahams y Zucker en su momento) no hace sino
ocultar la amargura que lleva dentro, y entonces ataremos algunos cabos sueltos
que delatan el continuado amor por los subgéneros y subproductos del autor de Kika (1993). Una posible respuesta la
hallamos en la presencia protagónica, siempre divertida, de Carlos Areces, ese
cómico inigualable que se alió con la revolución “muchachada”, la que prendió
el post-humor de Joaquín Reyes y está dando el salto, en los últimos tiempos,
de la pequeña a la gran pantalla. Porque como en aquel antológico “Celebrities” que Muchachada Nui dedicó al propio
Almodóvar, lo que interesa no es tanto invitar a la evasión con la risa, sino a
la incomodidad desde la más pura y alocada estupefacción.
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