Filmar lo invisible
El cine forma a veces extrañas y reveladoras
constelaciones. Una visión mística y cosmológica del hombre, fuertemente
conectado a la naturaleza, se ha manifestado en películas que recorren
prácticamente todo el espectro de la galaxia cinematográfica. Desde la
vertiente salvajemente industrial: Avatar 3D, la película más taquillera
de la historia. Desde su opuesto, el cine de festivales radicalmente de autor: Unclee
Boonmee recuerda sus vidas pasadas. Ambos filmes, víctimas propiciatorias
de espectadores muy distintos, tratan en esencia de trasladar la misma cuestión
a la pantalla: cómo filmar la transmigración de las almas. Y lo hacen desde posturas
irreconciliables, el new-age de diseño tecnológico frente a la
vindicación de la inocencia primigenia del cine.
Podríamos pensar en otras películas recientes que
también se han visto poseídas por la necesidad de regresar al seno de la
naturaleza y despertar sus conexiones espirituales con el hombre –Last Days,
El cant dels ocells, El bosque del luto, Ponyo en el
acantilado…–, ofreciéndose al espectador más que como películas, como
experiencias sensoriales o estados de ánimo. Quizá gran parte de la responsabilidad
corresponde a la onda expansiva lanzada por Terrence Malick con La delgada
línea roja, y cuyos nutrientes más místicos ha exacerbado hasta el
radicalismo en El árbol de la vida, si bien los intercambios entre la
mística y el cine han estado presentes desde su nacimiento, en maestros como
Sjöstrom, Renoir o Tarkovsky. Pues bien, como si viniera a cerrar el círculo,
desde la vertiente del documental llega ahora a nuestras pantallas, algo más de
un año desde su presentación en la Quincena de Realizadores de Cannes, la
película italiana Le quattro volte, una mirada fascinante (y fascinada)
a los movimientos cíclicos de la vida expresada en todas sus manifestaciones:
hombre, animal, vegetal y mineral.
Este hermoso, hipnótico film, dirigido por
Michelangelo Framartino, se inspira de hecho en las creencias pitagóricas de
los cuatro ciclos de transmigración del espíritu. Rodada en las faldas del
monte Calabria, la película nos traslada a un pueblo estancado en formas de
vida arcaicas para retratar una cultura rural en extinción, siguiendo el
itinerario espiritual de la vida encarnada en un pastor, un chivo, un árbol y
el carbón vegetal. “En mi vida personal nunca he logrado creer en lo místico
–afirma Framartino–, pero en el arte es distinto, y admito que, en mi trabajo,
he tenido que tratar a menudo con lo invisible”. Ese retrato de lo inmaterial,
sólo posible a partir de una superlativa capacidad de observación y de
sugestión, es sin duda el gran desafío de la película, resuelto con una mirada
poética que busca congraciar el paisajismo con la magia, el humor con la
metafísica o la antropología con el cosmos. Hay que recurrir al tópico: Le
quatro volte filma el espectáculo de la vida.
El problema al que se enfrentan este tipo de
propuestas es que su mística sea impostada. Con todo su dinamismo y su
cacharrería tecnológica, la espectacularidad invocada en Avatar está muy
lejos de los niveles de asombro que propone Le quattro volte; que
encuentra formas mucho menos mecánicas para apelar a la materia invisible que
conecta a todos los organismos vivos. Un extraordinario, casi mágico plano
secuencia nos da la medida del misterio que recorre la película italiana: en un
cruce de caminos, la cámara gira sobre su eje y extrae un momento tragicómico
(con la participación de un perro, una camioneta y una procesión) de apariencia
totalmente imprevisible, pero que se ha filmado como si obedeciera a un guión y
con los movimientos de cámara más precisos posibles. ¿Qué clase de alquimia ha
producido un momento cinematográfico de esta intensidad? Es como si Framartino
hubiera armonizado sin resquicios los métodos de la ficción y los azares del
documental, es decir, la artificiosidad dramática y el registro de lo real. En
cierto modo, Le quattro volte, con su suntuosa fotografía y su belleza
plástica, de las que no prescinde ni un solo plano, logra controlar las
incontrolables agitaciones de la naturaleza.
“Quien sabe
filmar montañas sabe filmar a los hombres”, dijo Ernst Lubistch. Era otra forma
de decir que los paisajes también tienen alma. A medida que avanza, Le
quattro volte va abandonando el elemento humano con el que arranca para
centrarse en todo aquello que le rodea, el fondo y el revés de su existencia.
“Esta pérdida progresiva del protagonista –explica Framartino– encierra el
descubrimiento de una dignidad par entre lo humano y los demás reinos”. Con su
descubrimiento de la arcaica fascinación de Calabria, el cineasta italiano
propone algo tan insólito en el cine contemporáneo como es desprenderse de su
homocentrismo: “En esta tierra es donde he aprendido a redimensionar el papel
del hombre, o al menos a apartar la mirada de él: ¿podrá liberarse el cine de
la tiranía de lo humano?”. Con su viaje cíclico, Le quattro volte emprende
un recorrido de la “liberación de la mirada”, invitando al espectador a una
experiencia verdaderamente insólita en una sala de cine. “Quiero privar al
espectador de todos los puntos de referencia. Cuando veo una película, siempre
tengo la sensación de que en ella se ha fijado algo que va mucho más allá de lo
que se ha captado, como si la imagen fuera una forma de acceso a lo invisible”.
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